¡APLASTA A LA MOSCA!
Oí risas familiares llenando el ambiente. Con dificultad, intenté incorporarme, pero un peso sobre mí me lo impidió. Abrí los ojos y me di cuenta de que estaba acomodada sobre el pecho de Edward. Sin poder evitarlo, me sonrojé suavemente, mientras desviaba la mirada. Al hacerlo, me encontré con las figuras de Alice y Angela, entrando alegremente a la sala. Sus esmerados atuendos lucían algo desaliñados y sus rostros mostraban un gesto feliz, pero cansado. La pequeña del grupo se acercó hacia donde estábamos Edward y yo.
—Es una verdadera lástima —comentó Alice alzando los ojos, mientras señalaba a mi acompañante, quien dormía placidamente, con la cabeza recostada sobre el respaldo—. Hacéis tan linda pareja. Hermosa, simplemente hermosa.
Suspiré ante su constante insistencia, aunque sin decir nada. Después de todo, yo amaba pensar que aquello era cierto.
Alice y Angela, al igual que Jasper, sabían que Edward no estaba interesado en las mujeres; así como también eran concientes de mi furtivo interés por aquel joven al que llamaba mejor amigo. Por ese motivo, no sólo vivían haciendo alusiones a la bonita pareja que hacíamos ambos, sino que también insistían en cuestionar mi extraña y poco estable unión con alguien como Mike. Las evasivas por mi parte, en ambas cuestiones, eran la mejor respuesta.
Alice quería decir algo más, pero Angela le tapó la boca con una de sus manos, de forma sutil. Traía las mejillas de un leve tono carmín y su rostro lucía casado. Le hizo una mueca a Alice para que dejara de moverse y, después, sus ojos castaños viajaron hacia mí.
—Iremos a dormir —comentó—. Que descanséis tranquilos.
Luego de una conciliadora sonrisa, Angela se dirigió a la habitación de Alice, la arrastró dentro y al poco tiempo cerró la puerta. Después me saludó de forma perezosa con la mano, mientras entraba en su propio cuarto. Me reí suavemente después de la escena y, cuando miré otra vez el sofá, me encontré con los ojos esmeralda de Edward, mirándome de forma adormilada.
Lucía demasiado adorable.
—Buenos días —murmuró, con una sonrisa cansada.
—Buenos días —respondí de igual manera, incorporándome al sentir que la presión de su brazo en mi cintura había cedido—. ¿Quieres algo para desayunar o prefieres seguir durmiendo?
Sonrió de lado, suavemente.
—Creo que tu capuchino especial no me vendría nada mal —comentó, enderezándose también y arrancándome una sonrisa.
Después de un largo tiempo trabajando en una cafetería, había aprendido algunas cosas básicas. Todos los muchachos que trabajaban conmigo eran gente muy agradable y nos llevábamos bastante bien; después de todo, la gran mayoría teníamos entre dieciocho y veinticinco años. En las horas de poco trabajo, generalmente, nos juntábamos en un rincón a conversar y, en algunas de esas tantas charlas, había aprendido nuevas recetas, entre ellas las del llamado capuchino especial.
Edward y yo nos dirigimos, a duras penas, a la cocina. Mi amigo se acomodó en la larga barra de madera, ubicada en el centro de la habitación, subiéndose a uno de los taburetes de nogal. Con cuidado, bajé de la alacena las cosas que necesitaba y puse un poco de agua a calentar. Vi como Edward se estiraba y rebuscaba algo dentro de un gran tarro azul, ubicado a un lado e la barra. Acercándolo un poco a él, sacó un par de galletas y las dejó en un plato. Se puso de pie y me ofreció una, que acepté gustosa, mientras el agua seguía sobre el fuego. Vi como él también se llevaba una galleta a la boca.
—Angela realmente tiene mano para la cocina —comentó, después de haber tragado.
Me reí mientras bajaba dos tazas grandes.
Nos quedamos en silencio por un rato y, cuando estaba preparando el capuchino, un sonido estridente nos alteró a ambos. Me sobresalté y miré confundida a Edward.
—¿Timbre? —inquirí, frunciendo el ceño.
Edward se encogió de hombros en su lugar.
Corrí, antes de que mis amigas se despertaran, y me desvié en el salón para dirigirme a la puerta. Cuando abrí, mi rostro debió desfigurarse bastante por la sorpresa: allí se encontraba Mike, con un aspecto sumamente deplorable. Tenía el cabello rubio arremolinado hacia un lado, sus ojos azules se encontraban desenfocados y su ropa completamente desaliñada, haciendo juego con aquella expresión psicópata que traía en su rostro.
—¡¿Dónde está él?! —gritó, con vehemencia. Su voz seguía teniendo aquel tono impersonal.
Chisté e hice ruido con mi boca para que bajara la voz.
—¿De qué demonios hablas, Mike? —pregunté, mirándolo con mala cara.
—¡De él! —gritó.
—¿Puedes hablar más bajo? —mascullé, con un renovado dolor de cabeza—. Te agradecería si me dijeras quien demonios es él, pero sin alzar la voz.
—¡Él! —balbuceó Mike, tambaleándose y apuntando hacia delante, con su brazo extendido.
Me volví para ver a Edward, quien tenía una mueca de incredulidad en su rostro.
—¡Cullen, te voy a mat…! —Mike intentó acercarse a Edward, mas tropezó con el borde de la puerta y acabó cayendo de frente al suelo del salón.
Vi que Edward rodaba los ojos y mascullaba algo que me sonó a idiota.
Ambos nos quedamos mirando a Mike tirado en el suelo. Pasados unos segundos, al ver que no se movía, aparté mi mirada de él y la alcé, para encontrarme con los ojos verdes de Edward. En su rostro podía observarse una mezcla de cansancio y diversión.
—¿Crees que ha muerto? —pregunté, confusa, aunque con una sonrisa. A veces Mike podía ser un tonto.
—No, no creo que tengamos tanta suerte —replicó Edward, mientras ponía los ojos en blanco.
Le pegué suavemente en el brazo, a modo de reprimenda. Él me sonrió, de forma suave, antes de agacharse al lado de Mike. Con cuidado, asegurándose primero de que realmente estaba inconciente, lo alzó y lo cargó sobre su hombro. Comenzó a moverse por la sala, con innata gracia, hasta llegar al sillón, donde dejó caer a Mike sin ningún cuidado.
—Supongo que ahora podremos tomar el capuchino en paz, ¿no? —dijo suavemente—. Cuando duerme, hasta parece una persona normal.
Le sonreí y asentí, mientras ambos nos dirigíamos a la cocina.
Nos quedamos allí con Edward durante un tiempo indefinido, tomando la bebida que había preparado, comiendo galletas y hablando de temas de poca relevancia. Hablar con él me resultaba casi tan fácil y natural como respirar y me hacía sentir sumamente feliz. Cuando vi que el reloj de la cocina marcaba las doce y diez del mediodía, encendí el televisor pequeño, que pendía de una de las paredes de la cocina, para sintonizar las noticias.
Comencé a preparar alguna cosa para comer, con ayuda de Edward, ya que el capuchino y las galletas no habían bastado para saciar nuestro apetito, después de la agitada noche que habíamos tenido. Estábamos poniendo unos platos sobre la barra de madera, cuando Alice ingresó en la cocina, con aspecto adormilado.
—¿Por qué ese proyecto de ser humano con olor a vagabundo está durmiendo sobre nuestro sofá? —preguntó de forma lenta y suave, mientras se sentaba, con dificultad, sobre uno de los taburetes.
Mientras Edward reía suavemente, rodé los ojos ante los constantes e innovadores apodos que Alice encontraba para Mike. Siempre decía que eran sólo una broma y que lo respetaba por ser mi novio, aunque, en realidad, ni ella misma podía creer aquello.
—Estaba ebrio y quería pegarle a Edward —comenté, restándole importancia, mientras ponía a calentar una taza de café para Alice.
Mi pequeña amiga abrió los ojos con sorpresa, y una sonrisa divertida se dibujó en su rostro mientras robaba algunas galletas que habían quedado en el plato. La receta de Angela era completamente irresistible.
—¿Quería pegarte? —le preguntó, incrédula, a Edward—. ¿Y eso por qué?
—Por haber dormido con Bella —respondió, dándole a la frase la entonación necesaria para que supiera que, en realidad, Mike había malinterpretado las cosas.
Alice llenó la cocina con su melodiosa carcajada.
—Bella, discúlpame por mis palabras; pero es tan idiota —comentó Alice, gesticulando.
Asentí.
—No porque pensara que vosotros habéis dormido juntos porque, bueno, eso es algo posible —comentó Alice, quien nunca desperdiciaba ninguna ocasión para emparejarnos a Edward y a mí de algún modo. Rodé los ojos, con un leve sonrojo en mis mejillas, mientras su hermano sólo reía de forma suave—; pero… ¡mira que querer pegarle a Edward! —exclamó—. ¡Es obvio que no tiene posibilidades!
—Alice, hablas como si fuera Mike Tyson —comenté, con una fingida mueca de superioridad, señalando a Edward con mi dedo pulgar.
El aludido me sacó la lengua, antes de tomarme por la cintura y cargarme sobre su hombro.
—¡No soy Mike Tyson! ¡Yo soy mejor que cualquier Mike! —aseguró Edward, divertido, haciéndose el forzudo.
Pasamos gran parte de la tarde entre comida, chistes y conversaciones banales. Angela se unió a nosotros pasadas las dos de la tarde y, cuando ya eran alrededor de las cuatro, Mike apareció por la puerta con aspecto cansado y desvaído. Todos nos quedamos mirándolo, mientras entraba en la cocina con paso lento.
—¿Hay algo con cafeína? —preguntó, con voz ronca.
Asentí, intentando con todas mis fuerzas no reír, y me acerqué a la encimera para prepararle una cargada taza de café. Alice se acercó también para servirse un vaso de agua y me miró mientras trabajaba.
—¿Por qué no le pones un poco de cianuro? —susurró, de forma inocente, señalando la taza. Habló tan bajo que tan sólo yo pude escucharla.
Alcé los ojos al techo de la cocina, aunque con una suave sonrisa, mientras terminaba de preparar aquéllo.
Cuando Mike estuvo apto para mantenerse en pie y armar frases coherentes sin desvariar, Angela se ofreció a llevarlo a su casa, ya que iría a pasar la tarde con Ben. Edward se fue poco tiempo después, asegurándome que me llamaría a la noche, como generalmente lo hacía. Con una sonrisa, me despedí de él en la puerta del apartamento. Apenas cerré, dejé escapar un suspiro y, arrastrando los pies, me dirigí al sofá y me dejé caer pesadamente sobre él. Alice, pocos minutos después, se sentó a mi lado con dos tazas de té en sus manos. Se lo agradecí, con una cansada sonrisa, y hundí mi cabeza entre los almohadones. Escuché como encendía la televisión.
—¿Así que Mike ha querido a mi hermano? —preguntó, con total diversión.
Alcé la cabeza, sólo lo suficiente como para mirarla.
—Por favor, Alice, no quiero escuchar hablar de Mike por unas cuantas horas —pedí, con voz lastimera.
Alice rió suavemente, mientras asentía.
Lamentablemente, mi deseo no pudo cumplirse en absoluto. Ni siquiera habían pasado algunas horas cuando el teléfono comenzó a sonar, con insistencia. Alice se estaba dando una ducha, por lo que, haciendo un esfuerzo, me levanté de mi lugar y caminé hasta el teléfono.
—¿Hola?
—Bella, mi amor, soy yo —habló rápidamente Mike.
—Mike, ¿qué quieres? —pregunté, con tono monótono.
Alice, que salía del baño, rodó los ojos y fingió vomitar, para después dirigirse a su habitación con grácil caminar.
—Bella, perdón por lo de hoy, no sé qué me pasó… —balbuceó Mike.
Absorbiste más líquido que una esponja, eso fue lo que pasó.
Me guardé mi comentario y seguí escuchándolo.
—Me siento muy mal y me gustaría recompensarte de algún modo —pidió con tono lastimero—. ¿Qué te parece si salimos los dos juntos y vamos al cine?
Hice una mueca.
—Mike, la verdad es que estoy algo cansada y…
—¡Vamos, Bella! ¿Qué mejor que una buena película con tu novio?
Estaba segura que había millones de cosas mejores, pero, finalmente, acabé guardándome mis palabras y aceptando la propuesta de Mike con resignación. Habíamos quedado en encontrarnos en la puerta de los enormes cines del centro de la ciudad para las nueve de la noche. A sabiendas de que tenía sólo una hora y media para prepararme, después de cortar la comunicación me dirigí al baño con pesadez y me di una rápida ducha. Con despreocupación, me envolví en una toalla y comencé a rebuscar en mi guardarropa alguna cosa para ponerme. Escuché que alguien llamaba a la puerta y, después de permitirle el paso, Alice entró en mi habitación.
—No me digas que vas a salir con él… —murmuró, viendo como tomaba unos pantalones negros y me los ponía, de forma despreocupada.
—De acuerdo, no te lo digo —respondí como una autómata, mientras buscaba un par de sandalias bajas.
Alice me sacó la lengua, ubicándose delante de mi espejo para ponerse un par de pendientes. Yo seguí en búsqueda de mis zapatos y, finalmente, desistí en mi misión, resignándome. De mala gana, miré los zapatos que había utilizado la noche anterior y los tomé. Después de todo, no necesitaba caminar demasiado para una visita al cine.
—Saldré con Jasper —me comentó Alice, cuando hubo acabado de arreglarse—. Si no estás de vuelta aquí para las dos de la mañana, yo misma iré a aplastar a la molesta mosca de Mike.
Reí suavemente ante el apodo —que, de hecho, me parecía bastante acertado—, mientras alzaba una ceja.
—¿Tú y cuantos más? —pregunté, divertida.
—Yo sola —respondió, segura de sí misma—. Ese fanfarrón no puede ni contra una chica.
Cuando mi pequeña amiga acabó con sus comentarios agresivos y, en cierto punto, divertidos, tomó su bolso y me dijo que nos veríamos cuando volviéramos. Yo me maquillé, apenas lo necesario para cubrir aquellas ojeras que habían quedado en mi rostro como recordatorio de la noche anterior, y salí del apartamento. Como mi antiguo monovolumen se encontraba aún en reparación, busqué algún taxi que pudiera llevarme al centro de la ciudad. Después de algunos minutos de viaje, llegué a mi destino. Cuando llegué al centro, le pagué al taxista y me acomodé detrás de la enorme puerta de cristal del cine para esperar a Mike.
No sé cuanto tiempo estuve allí, pero la monotonía de cada minuto estaba comenzando a volverme loca. Al principio, pensé que sólo era un problema con el tráfico o con la usual impuntualidad de Mike; pero, cuando estuve segura de que, por lo menos, había pasado una hora allí, me resigné. Refunfuñando cosas incomprensibles para cualquiera que me oyera, comencé a buscar el teléfono móvil en mi pequeño bolso. Cuando lo hallé, pasé por los contactos rápidamente, hasta dar con el nombre que buscaba. Llamé una vez y nadie respondió. Volví a intentarlo, pero nada. Dejé el teléfono llamando incluso por más de un minuto, pero nada sucedió.
¿Le había pasado algo a Mike, o qué?
Suspiré, con cansancio, caminando de un lado al otro de forma impaciente.
Claro que, como siempre, mi suerte no se dignaba a colaborar. Mientras caminaba, mi zapato se torció y, si bien tuve suerte de no caerme, el tacón quedó prácticamente desprendido de la suela. Mirando mi pie con horror, me agaché y, a duras penas, pude quitar la parte del tacón que casi había perdido. Con aquel pedazo de zapato en mi mano, comencé a caminar hasta recostarme contra una pared.
¿Acaso nada podía salirme bien?
Volví a tomar mi teléfono móvil y, en un acto desesperado, comencé a pasar los contactos con la pequeña tecla del aparato. Entonces, mis ojos se toparon con su nombre y, casi de forma inconsciente, marqué el botón para iniciar la llamada.
—¿Bella?
—Edward, ¿estás muy ocupado? —pregunté, de forma lastimera.
—No, ¿por qué? —preguntó suavemente, con confusión en su voz.
—¿Crees que podrás venirme a buscar al centro? —pedí, casi en un triste gemido.
—Sí, pero… ¿por qué? ¿Pasó algo? Te llamé a tu casa, pero… —preguntó, con preocupación.
Lo interrumpí y le dije que luego se lo contaría. Él aceptó, sin queja alguna. Rápidamente le di mi ubicación y me dijo que en pocos minutos estaría conmigo. No quería asustarlo, por lo que le repetí que no sucedía nada grave. Por lo menos, no por ahora; después, no estaba segura.
¡Iba a aplastar a la mosca de Mike Newton!
Gracias a Dios, Edward Cullen siempre estaba para salvarme.
Afortunadamente, mi incondicional compañero cumplió con su promesa y, a los pocos minutos después de haberlo llamado, apareció con su reluciente Volvo en la puerta del cine. Caminando, a duras penas, con el zapato en aquellas condiciones, me subí del lado del copiloto, ante la divertida mirada de Edward.
—¡No preguntes! —gruñí, de mala gana, cuando vi que sus ojos se dirigían a mi zapato.
—No iba a hacerlo —aseguró, con su mejor cara de niño bueno, mientras arrancaba el automóvil.
Todo el camino lo hicimos en silencio, aunque podía sentir las miradas furtivas que Edward me dirigía. Igualmente, a pesar de estar resistiéndome, sabía que al final terminaría contándole todo lo que había sucedido.
Siempre era así con Edward.
Llegamos a un gran edificio, bastante más lujoso que el que compartíamos Angela, Alice y yo. Edward aparcó su coche y me abrió la puerta. Con cuidado, siendo total conocedor de mi innata torpeza, me obligó a apoyarme en su brazo para poder caminar un poco mejor. Conmigo casi a cuestas, abrió la impecable puerta de cristal de la entrada y nos deslizamos por el mármol del recibidor hacia el ascensor. Llegamos al tercer piso y Edward se dirigió al apartamento con la letra A resplandeciendo en el frente. Con cuidado, entramos en la sala, donde una cálida alfombra crema hacía juego con los muebles de roble. Apenas llegamos al lujoso y ordenado apartamento, me quité los zapatos y comencé a andar por la mullida alfombra, hasta llegar al sofá y acomodarme en él.
Me deleité con el orden que había en cada rincón y que pocos hombres, viviendo solos, podrían lograr. Incluso yo, siendo mujer, sentía que nunca en mi vida podría mantener un ambiente con todas las cosas en tan perfecto equilibrio.
Edward se sentó a mi lado, mientras yo cruzaba mis pies descalzos sobre el sofá.
—¿Mejor? —inquirió, con una sonrisa de lado.
Asentí.
—Mucho mejor.
—Entonces… ¿me contarás que fue lo que pasó? —me preguntó, con su suave voz de terciopelo.
Me recosté un poco sobre el sofá y procedí a contarle la breve historia de cómo Mike me había dejado plantada en la puerta del cine. Durante mi relato, lo vi rodar los ojos varias veces y esbozar alguna que otra sonrisa ante los calificativos nada amistosos que usaba para dirigirme a él.
—Es un idiota —sentenció Edward—. Y sabes que lo digo con todo respeto, considerando que es tu novio.
Rodé los ojos.
—Lo sé —admití, mientras me apoyaba contra su hombro—. ¿No le habrá pasado algo?
Puso una mueca dudosa en su rostro.
—Si, puede ser —aceptó, con el semblante preocupado—. Quizás Alice intentó anudarlo a un ancla para tirarlo al río.
Reí y le pegué suavemente en el hombro ante su broma.
Pase un rato más con Edward, hablando de cosas con poca importancia, hasta que decidió que ya era hora de llevarme a mi casa. Después de todo, siendo la una de la mañana, temía que Alice se preocupara y saliera a cumplir su promesa de asesinar a Mike. Aunque claro que, si quería aplastarlo, yo no la detendría.
Llegamos a mi edificio y Edward me acompañó hasta la puerta, con mi zapato provisionalmente pegado con alguna cosa que habíamos encontrado en su casa. Cuando me vio renguear, rió suavemente, mientras depositaba un suave y cálido beso en mi frente.
—Ve a dormir, pequeña —pidió, cuando ya tenía las llaves en mi mano—. Hoy no ha sido tu día.
Reí suavemente, asintiendo.
—Gracias por hacerme sentir un poco menos miserable, querido Edward —respondí, pegándole en el pecho de forma suave.
Sonrió y, después de volverme a besar en la frente, de forma cuidadosa, comenzó a caminar hacia su auto. Sin embargo, antes de llegar a meterse dentro de él, gritó:
—¡Para tu próximo cumpleaños, prometo regalarte un matamoscas!
Reí de forma audible.
Quizás, después de todo, no era una mala idea.
4 comentarios:
NOOOOO
EDWARD NO PUEDE SER GAY REALMENTE VERDAD, ME PARTE EL CORAZON NOOOOOOO
BESOS SKY
ADRIX
hay hay hay me encantaaaaaaaaaaa
pero el sentira algo por ella ... porq noo no puede ser gay no no lo acepto porfa porfa
yo creo k un dios griego kmo dicen no puede ser gay no seria justo=)
es divertidisimo este fic jiji
podrian subir otro??
ayyyy........................kkkkkk???
mi edward gay??? no¡¡¡¡¡¡ y espero k SEA UNA BROMA¡¡¡ VDD?? VDD?? MMMMM... ESPERO.
EN FIN AUN ASI ME GUSTA EL FIC MUASSSK ATTE: YURI
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