Un amanecer más en Londres desde aquella cama aún desconocida para mí. Estaba extrañamente contenta esa mañana, no me sentía cansada ni con resaca, y por supuesto, Alice no se había pasado doce horas dándome puñetazos como la noche anterior.
Llevé a cabo el ritual de cada día: me desperecé, estuve un rato estirada al máximo forzando los músculos a entrar en acción, y me pasé una mano por mi desgreñada cabellera. Después me incorporé y descorrí las cortinas para dejar a la vista un grisáceo día y la gamberrada, aunque bonita y sentimental, de mi vecino. Sonreí satisfecha y después de entrar en el servicio, darme una ducha y ponerme de nuevo el pijama, fui a preparar el desayuno para todas.
—No pienso moverme del sofá hoy, así que no insistas —comenté nada más ver a Alice pasar por la puerta de la cocina, sin ni siquiera haber abierto la boca.
Me frunció el ceño y resopló al mismo tiempo que cogía su cuenco de cereales y hundía la cuchara en él, pensativa.
—No sé muy bien qué pasó anoche…
—Oh, estabas muy contenta mientras Jasper te metía mano —resopló Rosalie que en ese momento se nos unía, cepillándose el pelo.
—Rose, no te peines en la cocina —le reñí yo al mismo tiempo que Alice gritaba, eufórica.
Tuve que soportar una crónica de la noche pasada mientras desayunaba. Rosalie parecía habérselo pasado bien sin la ayuda de las bocas de los hombres y Alice se pegaba puñetazos en la cabeza intentando recordar.
—Ay, Dios mío —me quejé en voz baja al ver el espectáculo.
—¿Qué hacemos hoy? ¿Vamos al cine? —propuso Rosalie—. Hay un par de películas que tienen buena pinta.
—¿Por qué simplemente no nos quedamos aquí y vemos la televisión o leemos un poco? —sugerí yo, cruzando los dedos por debajo de la mesa.
—¡Porque no soy tan aburrida! —exclamaron al unísono.
Puse los ojos en blanco y llevé mi cuenco al fregadero, donde lo enjuagué antes de meterlo en el lavavajillas. Tras eso me dirigí a mi habitación y me quité el pijama para ponerme unos vaqueros y un jersey cómodos ante la perspectiva de que tarde o temprano me iban a arrastrar a la fuerza para salir a la calle.
Sin embargo y contra todo pronóstico, cuando los traseros de Rosalie y Alice tocaron el cómodo sofá, parecieron no querer levantar nunca más. Así que feliz con mi primera victoria oficial, me entretuve viendo pasar los canales a la velocidad que Rosalie consideraba apropiada; volví a pensar que podría ganar un concurso de zapping sin apenas esfuerzo.
—Deja alguna serie americana, tengo morriña —suspiró Alice.
Acabamos viendo un capítulo repetido de The O.C. con la misma ilusión que la primera vez que lo vimos.
—Qué pena que ya se haya acabado —resopló Rosalie—, me encantaba Ryan Atwood.
Entre quejas y silbidos cada vez que algún chico guapo salía en escena, pasó la mayor parte de la mañana. No recordaba haberme reído tanto en mucho tiempo, el haber descansado y tener la mente en blanco nos había hecho ser más felices y risueñas que de costumbre.
—¿Por qué no hacemos una serie de nuestra vida? —propuso Alice—. Usaríamos mi videocámara, podemos grabar todo lo que nos pasa y después editarlo.
—Y esperar a que nos la emitan por la CBS —bromeé yo, poniéndome más cómoda sobre el brazo del sofá—. ¿Cómo la llamaríamos?
—Lost… in London —rió Alice—. Ahora sólo nos faltan pequeños detalles técnicos, como conseguir que un avión se estrelle y que nos dejen grabarlo.
—Nimiedades —sonrió Rosalie.
—¡No, mejor! —Alice palmoteaba y botaba sobre sus rodillas en el trozo de sofá que utilizaba—. Escuchad eh… ¡How I met our neighbours!
—¿Cómo conocí a nuestros vecinos? —me carcajeé yo.
—Quedaría mejor si fuera un documental estilo National Geographic —añadió Rosalie.
Entre risas histéricas y descabellados planes de futuro que jamás llevaríamos a cabo debido a su absurdez entre otras cosas, decidimos hacer la comida, y nos vimos sumergidas en el típico olor inglés de huevos, beicon y salchichas.
—Eggtoy zegura —comentó Rosalie con la boca llena— dej que Egduar, Gjazper y Emegt desayunan eggto cada día. ¡Puaaj!
—¡Rosalie! ¿Dónde están tus modales? —la riñó Alice, apuntándola con un tenedor.
—¡En Forks, con mi madre! —gritó felizmente Rose a pleno pulmón.
El timbre sonó e intercambiamos una mirada escéptica. Alice se levantó corriendo y fue a abrir para volver más tarde acompañada de un Edward resplandeciente, recién duchado, con el pelo húmedo y esparciendo el olor de su loción para después del afeitado por toda la sala.
—¡Buenos días! —exclamó con alegría. Después me dirigió una alegre mirada y gemí interiormente—. ¡Eh! ¿Qué hacéis almorzando el desayuno? —añadió al ver lo que estábamos comiendo.
—¡Os lo dije! —rió Rosalie, y Alice y yo la acompañamos mientras Edward alzaba una ceja.
—He venido a robaros a Bella —contó sin pelos en la lengua, pero tuvo la decencia de añadir—: Espero que ni tengáis planes, ni os importe.
—Oh, no. Llévatela, Rose y yo iremos al cine —sonrió Alice, levantándose y empujándome para que me moviera. Después me susurró al oído—: ¡Trescientos dólares, Isabella! Como me hagas perderlos seré tu peor pesadilla.
¿Por qué nadie contaba con mi opinión? Me arrastraron hasta la puerta y la cerraron tras de mí, cuando yo lo único que quería era liarme en una manta y acurrucarme en el sofá.
—¿Dónde vamos, Spiderman? —pregunté mientras salíamos del edificio.
A Edward pareció hacerle gracia aquel mote ganado a pulso después de escalar por las paredes para pintar mi ventana.
—Es un... secreto de Estado —bromeó—. Te va a encantar, es un poco de folclore inglés.
Me entusiasmaron sus palabras, si era turismo iría encantada a cualquier sitio aunque fuera con él y su inmenso ego el cual le hacía sonreír para sí mismo cada vez que una chica le coqueteaba con la mirada por la calle.
—¿Te gustó el concierto de anoche? —me preguntó con aire diplomático.
—Estuvo bien —le sonreí sin apartar la vista del frente—. Oh, vamos, ¿dónde me llevas?
—¡A Hyde Park!
—¿Otra vez? —inquirí.
—Hyde Park no se ve en dos días, señorita. Además, hoy es domingo.
Quise preguntarle que qué pasaba si era domingo, pero me cogió con seguridad del brazo y me guió a través de un peligroso cruce de carreteras. Vi su determinación a la hora de entrar en el parque, cómo se rascaba la cabeza de vez en cuando mientras meditaba si era la dirección correcta y también las sonrisas sinceras que me mandaba mientras me contaba una complicada historia de un partido de fútbol que jugó la temporada pasada el cual resultó ser mítico y digno de recordar. Su entusiasmo a la hora de hablar, los gestos exagerados y el sonrojo sobre su pálida piel producido por la excitación que sentía lo hacían parecer más adorable que nunca. Realmente no le escuchaba, me dedicaba a mirarlo y a encontrar nuevos tics desconocidos y antes inadvertidos ante mis ojos, como morderse el labio inferior durante milésimas de segundos o parpadear varias veces a velocidad vertiginosa cuando la cosa se ponía interesante. Al estar aislado —y sin más compañía femenina que la mía—, era una de las personas más agradables que conocía.
—Y entonces… ¡Gol! —exclamó moviendo las manos alrededor de su cabeza—. ¿Bella? ¿Bella, me estás escuchando?
Sacudí la cabeza y parpadeé intentando enfocar la vista, había estado tan absorta que sus palabras me habían hecho eco en el cerebro.
—¡Claro! —respondí con un entusiasmo excesivo—. ¡Un Cullen-gol!
Edward rió feliz y gracias a Dios dejó de hablar de fútbol.
—¿Has estado en el Marble Arch? —preguntó.
—No, ¿está en este parque?
—Sí, y vamos a ir cerca. Así matamos dos pájaros de un tiro.
Después de una larga caminata que me sirvió para sentirme más liviana después de la grasienta comida que había ingerido minutos antes, llegamos hasta donde se encontraba el gran arco.
—Se parece al Arco del Triunfo de París.
—¿Has estado? —quiso saber Edward.
—No. Pero se parece.
Edward rió ante mi cabezonería y siguió andando, aunque aportándome datos acerca de la historia.
—Desde ahí ahorcaban a delincuentes en el siglo XIX, ¿lo sabías? Una vez se congregaron miles de personas para ver el ahorcamiento de un famoso criminal.
—Qué agradable —murmuré sarcásticamente mientras él soltaba una risita.
Estuve admirando el arco de mármol hasta que me cansé; le dirigí una mirada inquisitiva a Edward y se limitó a sonreír.
—¡Vamos! Próxima parada: speaker corner.
—¿Cómo?
No me respondió, ya que había emprendido la marcha en dirección a un grupo enorme de personas que se congregaban cerca de allí.
—¿Qué es eso, Edward?
—Los domingos, aquí en Hyde Park y en otros sitios, la gente puede venir, subirse en esas escaleras y gritar lo que sea. Bueno, lo que sea no… ¿Ves a los policías? Se supone que no podemos ofender a la Corona ni nada de eso. Aunque no sé quién querría —añadió, horrorizado ante la idea, y tuve que reírme disimuladamente ante esa lealtad tan característica del país donde me encontraba.
Anduvimos hasta donde estaba la multitud, en torno a un hombre que se quejaba de la crisis mundial y que decía que había que ayudarse los unos a los otros sin apenas vacilar. No sabía si aplaudir o abuchear, si asentir con la cabeza como si fuera un acto normal o si preguntarle a Edward cuál era el protocolo a seguir.
—Vamos más cerca —apremió Edward, y yo caminé detrás suya.
Cuando estuvimos a unos metros de un señor barrigudo que hablaba de la sumisión del pueblo ante la Iglesia Católica, nos detuvimos y Edward frunció el ceño en una mueca de interés que no me convenció.
—¿Has subido alguna vez? —le cuchicheé en voz baja.
—Aún no —me contestó sonriendo mientras miraba el espectáculo cruzado de brazos.
No le di importancia. Desconecté —el discurso religioso no era de mi agrado, soy bastante atea— y me imaginé subida allí y hablando de algo que me entusiasmara. Porque había que estar entusiasmada, que las venas se marcasen como en el cuello de aquel hombre no debía ser sencillo. Pensé en la pobreza, apreté la mandíbula con fuerza y me palpé el cuello de forma distraída para ver el efecto. Qué va, jamás conseguiría ese resultado.
Estaba tan absorta en mis estúpidas pero divertidas cavilaciones que había ignorado mi alrededor. No sé cómo no pude ver a Edward deslizarse a mi derecha hacia el frente, con paso decidido y andar glorioso, como si pudiera con todo, sin miedo. Podría haberme tirado encima, hacerle un placaje y evitar la vergüenza pública hacia mi persona que se avecinaba. No salí de mi ensimismamiento hasta que el señor gordo y chillón se calló, dejando así una extraña sensación en el ambiente. Cuchicheos. Cuchicheos procedentes de los labios embadurnados en lip gloss de las chicas de mi edad que por allí había. Sacudí la cabeza y clavé la vista en la escalera; un nudo instantáneo se formó en lo más profundo de mi ser. ¿Qué demonios hacía Edward Cullen ahí subido, con su sonrisa triunfal? No tenía muchas opciones. La más segura era correr, correr hasta que no sintiera las piernas y parar cuando hubiera salido de Londres. Otra era tirarle algo y así conseguir que se cayera de aquel pedestal, con suerte se daría un fuerte golpe en la cabeza y cuando despertara quizá podría ser normal de una vez por todas. Sin embargo, como siempre pasa cada vez que hay que enfrentarse a algo bochornoso, no podía moverme.
Vi como se remangaba la sudadera con decisión y miraba al público expectante antes de empezar su perorata. Se pasó una mano por el pelo mientras que con la otra se sujetaba la cintura en un gesto despreocupado. Manejaba la situación, no tenía miedo. Yo sí.
—Tengo un problema —empezó a decir con la voz fuerte, segura—. No soy un orador, ni un predicador. Jamás me he subido aquí para desahogarme, pero las circunstancias han cambiado. Es la única solución.
La gente escuchaba atentamente. Por lo que había escuchado antes, los que hablaban apenas se dirigían al público, sólo exponían sus pensamientos y voilà. Pero ninguno de los que había visto tenían tanta diplomacia y saber estar como Edward.
—Me gusta una chica —declaró con absoluta sinceridad, y un chillido ahogado salió de mi garganta involuntariamente. ¡Tenía que largarme de allí!—. Pero no me pone las cosas fáciles. ¿Por qué esto es tan difícil? Sólo quiero una oportunidad, quiero decir, lo que deseo es demostrar que no soy tan imbécil como aparento —sonrió de forma deslumbrante y otros chillidos, más agudos e insoportables que el mío surgieron de la masa.
No podía evitarlo, una parte de mí, pero una muy profunda —casi ni sabía dónde estaba—, se sentía halagada. A mi alrededor unas quince adolescentes babeaban por Edward, y él me estaba dirigiendo un discurso que en otra circunstancia me habría parecido divertido. En ese momento sólo estaba preocupada por el color rojo de mi cara y el calor que sentía en el cuello.
—¿No sería más fácil si todos nos abriéramos y quisiésemos al prójimo? —seguía gritando Edward.
Le faltaba un micrófono y caminar de un lado a otro moviendo los brazos energéticamente. Y yo no sabía por qué me ponía a pensar esas tonterías con la crisis que estaba teniendo.
—¡Yo amo a las mujeres! ¡Y no es justo que se me juzgue por ello! —Un par de señores mayores gruñeron en señal de apoyo y puse los ojos en blanco—. ¿Realmente merezco una negativa por el simple hecho de disfrutar de mis diecinueve dulces años? ¿Merezco quedarme en mi casa con el corazón roto y suspirando mientras miro una fotografía suya?
—¡No! —exclamaron varias voces, y me tapé la cara con la mano por la vergüenza. Edward era un falso, nunca había tenido el corazón roto. Y tampoco tenía ninguna fotografía mía.
—¡El amor debería ser sencillo! ¡Tú me gustas, yo te gusto y ya está! ¿Por qué tanto cortejo? Un poco de romanticismo en el mundo no está mal, pero que nos den calabazas cuando volcamos todo nuestro amor, amistad y cariño en esa persona es un golpe bajo, ¡muy, muy bajo!
En el tiempo que había conocido a Edward, jamás pensé que podía ser tan… trolero. Dejé de torturarme mentalmente y me permití soltar una risa sarcástica. Los tenía encandilados con su discurso, básicamente por el hecho de que todos los presentes parecían haber sufrido una decepción amorosa recientemente. Cursis, pensé.
—¡Usted, la del anorak azul! —Oh, no, la cosa se estaba descontrolando—, ¿qué diría si le pidiera salir el sábado?
—¡Sería genial! —exclamó la mujer, que podría tener la edad de mi madre.
—¡Así de efectivo debería ser! ¡Todos los hombres estamos hartos de ese comportamiento premenstrual que parece durar los trescientos sesenta y cinco días del año, y todas las mujeres están cansadas de la obsesión de los hombres por el pecho… y el fútbol!
Varias carcajadas surgieron y no pude evitar unirme. Aunque me había insultado como mujer, lo había hecho con clase y con sonrisas y guiños incluidos.
—¡Pues ya está! ¡Basta! Si somos todos iguales, ¿de qué nos quejamos? —de repente empezó a gesticular en exceso, y tuve miedo a que se cayera de aquella escalera que parecía tan inestable—. ¿Qué no sales conmigo porque me enrolle con tu hermana la semana pasada? ¡Pero si con el que estabas dándote el lote hace unos minutos era el exnovio de tu mejor amiga! ¿Y que tú no quieres salir con ella porque piensas que tiene menos pecho que tú? ¡Pues debería preocuparte más tener pecho y ser hombre!
Los dos que estaban delante de mí se dieron codazos y rieron a mandíbula suelta. Patético. Pero Edward no, me hacía sonreír y pensar que las estupideces que estaba soltando a sin parar eran argumentadas, coherentes y cohesionadas. Nada más lejos de la realidad.
—¡No estoy obligándola a firmar un contrato matrimonial! ¡Ni a que nos compremos una casa en la costa mediterránea para cuando nos jubilemos! Sólo una cita. Me conformo incluso con una media-cita. ¿Qué me dices, Isabella Swan? —Puso su mirada de "soy el perro más maravilloso y a la vez desgraciado del mundo, cuídame" y me la dirigió, a sabiendas del daño que me hacía no ser inmune a ella. Como yo no decía nada y el resto del público giraba aturdido la cabeza, buscándome, Edward añadió—: Es esa, la morena bajita que tiene la cara como un tomate. Ayudadme a que acepte.
Como si fuera el Mesías o algún tipo de enviado divino por un Dios verdadero, el gentío empezó a entonar:
—¡Isabellaaa, Isabellaaa! ¡Dí que sí!
—¡Es un buen muchacho, será un marido excelente! —gritó una mujer mayor agitando un pañuelo. Aquello no podía ser verdad.
Tres chicas me miraban con cara de querer saltar encima mía y arrancarme la piel del cuello a bocados. Creo que hasta les salía espuma por la boca. Pero qué le iba a hacer, no había obligado a Edward a que sintiera algo superficial por mí. Sería lo último que haría, después incluso de comer carne de perro y entrar en una secta satánica. Mis prioridades están claras.
—¿Bella? —Encima Edward me metía prisa, como si no hubiera complicado mi vida ya demasiado.
Me vi obligada a contestar. La señora mayor estaba sujetando la correa de un caniche que tenía mala pinta; no deseaba ser mordida por no satisfacer a la mujer.
—¡Está bien! —exclamé exasperada pero profundamente divertida—. No me hará daño una... media-cita.
Todos aplaudieron y un par de hombres ayudaron a bajar a Edward, que parecía el nuevo Martin Luther King. Le faltó haber dicho "tengo un sueño". O un "sí, nosotros podemos" al más puro estilo Obama. Hice una pequeña nota mental: asegurarme de que Edward jamás se interesara por la política. Ser guapo y carismático no era una buena combinación si se quería la seguridad y estabilidad nacional además de elegir al presidente de forma justa. Imaginé el sondeo de las votaciones al partido de Edward después de unas elecciones a la presidencia. "¡Señor Cullen, han llegado los resultados de las encuestas!" diría una rubia con un elegante moño y gafas de montura de pasta. "El 99,9999% de nuestros votantes son mujeres de entre 18 y 67 años". Entonces Edward, detrás de una montaña de papeles de aspecto importante arquearía una ceja y preguntaría con una voz adulta, distorsionada de forma ridícula para mi propio gusto: "¿Y qué demonios pasa con el 0,0001%?". La secretaria soltaría una risa contenida, como si aquello no debiera resultar gracioso "Corresponde con su club de fans gays, incluso tienen página web, mire, la tengo abierta ahora mismo…". Sacudí la cabeza. Sin duda al pensar todo eso me había superado, era la tontería más grande de toda mi vida
Vi como Edward —el de diecinueve años y exento de poderes legislativos— se acercaba hacia mí con el miedo pintado en la cara. Sabía que era peligrosa en esos momentos.
—¡Te has pasado! —grité al mismo tiempo que pellizcaba su brazo.
—¡Au! —se quejó, frotándose la zona dolorida—. ¡Es que te lo he preguntado muchas veces, pero nunca contestas!
Agarré con fuerza su chaqueta y lo saqué de allí, estaba cansada de escuchar gente quejándose, con Edward tenía suficiente.
—Oye, no debería decirte esto porque se supone que estoy enfadada por haberme puesto en evidencia y esas cosas moralistas importantes para mí, pero has estado genial, ¡tienes mucha labia! —Me había divertido tanto a su costa que no había ni pizca de enfado en mi interior.
—¿A que ha estado genial la experiencia? ¡Te has visto envuelta en un acontecimiento súper inglés! —exclamó, como si eso fuera lo más importante. Supe que estaba desviando la conversación, el miedo seguía ahí, detrás del brillo de sus ojos.
—Oh, sí. Eres una excelente celestina para ti mismo —me mofé yo, y puso los ojos en blanco como respuesta—. ¿Qué hacemos ahora?
—¿Qué quieres hacer?
—Me da igual —respondí encogiéndome de hombros. Ahora que estaba en la calle, no quería volver a casa.
—Y a mí —contraatacó él—. Oxford Street está aquí mismo, pero es domingo y estará todo cerrado… ¿Vamos al cine?
Íbamos atravesando Hyde Park mientras conversábamos, sopesando las opciones.
—No sé… ¿Hay algo bueno?
—Hace tiempo que no hay "algo bueno" —rió él—. Pero comedias siempre sobran, y creo que hoy es un día muy de comedia.
Le miré de reojo y sonreí. Sí, sí que era un día de comedia.
—Va a llover —dijo de pronto.
—¿Cómo lo sabes? Está nublado, como siempre. No hay ninguna diferencia.
—Te voy a contar algo, Bella, pero es estrictamente confidencial —esperó a que yo asintiera para continuar—. Cuando un británico nace, sobre todo un inglés, ya sabes que los irlandeses son más bestias, quiero decir, menos… sutiles —estuvo criticando todo aquel territorio que no fuera Inglaterra durante unos minutos bajo mi mirada divertida—. Bueno, lo que te decía. Que cuando nacemos, es como un milagro de la Naturaleza, se lleva a cabo un ritual en el cual nos introducen un amuleto divino por el cu...
—¡Edward! —exclamé, pegándole un empujón e interrumpiéndolo.
Se rió a carcajadas, para nada escandalizado.
—¡Es la pura realidad, Bella, no la censures! Bueno, pues con eso en nuestro interior podemos preveer cuándo lloverá. Porque la madre Naturaleza no quiere que nos mojemos —añadió al ver mis cejas alzadas—. ¡Era una broma!
—¿Me lo juras? —pregunté irónicamente y Edward me despeinó con una mano.
A los dos minutos y medio, empezó a llover. Pero no de forma suave, acabé calada hasta los huesos en unos instantes. El agua parecía provenir de todas las direcciones posibles.
—¡Te lo dije! —gritó, eufórico, mientras corríamos hacia nuestro edificio olvidándonos completamente de ir al cine.
—¡¡Edward!! —exclamé mientras reía a carcajadas—. ¡¡Llueve desde el suelo!!
Y es que el viento combinado con la lluvia no es una buena idea.
Cuando llegamos al portal respiramos aliviados y entramos de forma veloz al ascensor. Pulsé el botón de la cuarta planta y esperé impacientemente. Estaba mojada y tenía frío.
Me despedí de forma tímida de Edward —no podía mirarle sin sonrojarme al notar toda su anatomía marcada bajo la empapada ropa— y salí de aquel asfixiante ascensor. Una vez las puertas se cerraron fui hasta mi apartamento y tras rebuscar en el bolso y comprobar que con las prisas y los empujones había olvidado las llaves, llamé al timbre.
Horror, nadie abría. Pasaron cinco minutos y ningún sonido llegó a mis oídos; estaba claro que mis amigas habían salido. ¿Qué iba a hacer? Necesitaba secarme antes de entrar en peligro de muerte por resfriado. Me tragué mis tonterías y mis ganas de estar sola y subí al piso de arriba, en busca de una toalla caliente y mullida.
Abrió Edward, que llevaba unos pantalones de deporte y una camiseta vieja de mangas cortas. ¿Es que los autóctonos nunca tenían frío?
—Las chicas... Y luego las llaves... —balbuceé, hipnotizada por el color de su pelo. Estaba siendo estúpida, pero a veces me lo podía permitir.
—Ya, Emmett y Jasper también han desaparecido en combate —sonrió él—. Por suerte yo sí que me acordé de cogerlas. Anda, pasa.
Se hizo a un lado y me dejó espacio para entrar. Después me pidió que lo siguiera hasta su dormitorio y las rodillas me temblaron. No estaba preparada. Simplemente, no estaba preparada para estar a solas con él en aquel sitio.
—Entra Bella, que vas a ponerte azul como sigas tiritando.
Su habitación era igual de grande que la mía. De hecho, al estar justo encima de la mía sospechaba que era exactamente igual. Predominaba el azul eléctrico y el negro, la colcha estaba arrugada, había carátulas de CDs por todos lados y un par de calcetines parecían criar una familia de pelusas en un rincón. Aún así, no estaba mal para ser un chico, pensé mientras pasaba la vista por los pósters de las paredes y la colección de libros.
—Te tengo que devolver el que me dejaste de Boadella —comentó mientras me tendía una toalla celeste—. Mira, creo que esto te estará bien. Es un poco viejo, pero está limpio —me dio un pantalón de deporte azul marino y después una sudadera con capucha algo descolorida—. Mmm...
—¿Qué?
—¿Necesitas algo más?
—¿Algo más? —me extrañaba su timidez, y ya me estaba poniendo en lo peor.
—Tengo, mmm... eh, ropa interior nueva, sin usar ni nada. Lo digo por si estás incómoda, la tendrás mojada y querrás...
—¡No hace falta, gracias! —lo empujé fuera de la habitación y cerré la puerta tras él. Después sonreí ante su descaro. Pero esta vez parecía no decirlo con segundas intenciones, y eso hizo que me quedara más tranquila.
Rápidamente me deshice de mi ropa, me sequé lo mejor que pude y me metí dentro de lo que me había prestado Edward. La inseguridad se apoderó de mí al verme tan relajada después de sentir el olor del suavizante que usaba para lavar la ropa. Era tan característico que sería capaz de reconocerlo sin problemas entre cientos de botes de suavizante. Estaba enferma.
Vi sobre su cama un montículo de ropa torpemente doblada, y supuse que era de la colada. Algo cohibida, aunque también desenfadada, cogí unos calcetines y mis pies pasaron de hipercongelados a muy congelados. Algo es algo.
Después metí la ropa húmeda dentro de la toalla y fui al pequeño cuarto de baño que tenía Edward, que era idéntico al mío también en cuanto a la distribución. Me cepillé con un peine demasiado masculino y que para mi disgusto no me quitó ni un solo enredo, y observé mi cara llena de churretes del maquillaje corrido. Como pude me limpié y fui a buscarlo, segura de mi misma.
—¡Mira! Soy una ladrona de calcetines —le dije cuando lo encontré sentado en el sofá, con las piernas cruzadas y una manta por encima.
—Al menos lo reconoces —sonrió y palmoteó el asiento de su lado—. Tenemos dos formas de pasar la noche.
—No lo estropees —le previne—. Nada de insinuaciones sexuales.
Puso cara de ofendido y después de sorpresa.
—¡Ni siquiera lo he pensado! Vaya, ¡estoy cambiando! —levantó la mano para que se la chocase y puse los ojos en blanco.
—Ilústrame, ¿qué planes hay sobre la mesa?
—Podemos pasar horas viendo series y películas británicas, y así culturizarte. Estoy seguro de que no has visto Eastenders... ¡Podrían cortarte la cabeza por eso!
Volví a poner los ojos en blanco, pero acabé sonriendo ante su energía.
—¿Y el otro?
—Ver la película que elijas.
—¿La tengo que elegir yo?
—Claro, a menos que quieras ver El Señor de los Anillos.
—¡No! —exclamé. Con ver la trilogía una vez era suficiente.
—¿Spiderman? ¿Terminator? ¿Too fast too furious? ¿El Diablo se viste de Prada?
Sabía que Edward no podía tener un gusto cinéfilo tan horripilante y... raro. Yo confiaba en él.
—¡No, no, no y por supuesto que no!
—Entonces, eliges tú —sonrió mostrando la fila de blanquísimos dientes y me pasó el mando. Bueno, realmente me lo tiró—. Allí están las películas.
Me levanté y fui hasta el estante que me había señalado. Había muchas películas, la mayoría grabadas en un DVD después de haber sido bajadas ilegalmente de Internet.
—Cliente asiduo de Torrent —bromeé.
—¡La cultura es tan cara! —se quejó mientras recuperaba el mando y hacía zapping.
Estuve unos minutos seleccionando las que más me gustaban. Cualquier otra persona habría cogido una película que no hubiese visto pero de la que hubiera recibido buenas críticas. Yo prefería optar por lo seguro y ver algo por decimoquinta vez.
Solté una risita al ver un DVD —esta vez original— de La Vida es Bella.
—¿Por qué tenéis esta película?
—¡Por que somos hombres sensibles! Bueno, en realidad la regalaban con el periódico.
Edward intentó disuadirme contándome la —para él— emocionantísima trama de algunas series de la BBC, pero mi cabezonería entró en juego y supo que de nada servirían todos sus esfuerzos. Suspiró y metió un paquete de palomitas en el microondas mientras yo preparaba el DVD.
—Ya verás como lloras —le aseguraba yo.
Él me miraba escéptico y se encargaba de taparme con la manta, mientras yo me destapaba continuamente al moverme para arrancar el mando a distancia de sus garras o coger palomitas. Era divertido. Pasar tiempo con él, como dos buenos amigos era agradable y me hacía sonreír cuando no me miraba.
No sé por qué lo hice, pero no pude evitarlo.
—¿No tienes planes para esta noche? —le pregunté en voz baja.
—Eh... Sí.
Y era sincero, estaba segura.
—Pero quiero estar aquí —para darle fuerza a sus palabras me dio un suave apretón en uno de mis muslos.
—Ya.
Puso en pausa la película y me dirigió una mirada interrogativa.
—¿Qué he hecho mal esta vez?
—Nada. ¡Nada! —No sabía de donde venía mi ira. Pero ahí estaba.
Nos quedamos en silencio durante unos instantes.
—¿Qué ibas a hacer? —la curiosidad no debería existir.
—Dar una vuelta con... con una amiga.
—Al menos habrás tenido la decencia de avisarle de que no vas, ¿no? —me callé abruptamente al darme cuenta de algo—. ¡Un momento! ¿Vas a ir cuando acabe la peli?
—¡Yo he propuesto este plan! ¡Claro que no me voy a ir, puedo quedar otro día! Y no, no he avisado, pero no hace falta.
Claro que no hace falta, estarían acostumbradas. Por alguna fuerza sobrenatural Edward se comportaba de forma normal conmigo. No quise ni imaginar cómo sería la situación si me tratara con el mismo desprecio y pasotismo que a las demás.
Le quité el mando y volví a darle al play. Prefería llorar como una tonta por la película antes que por la rabia que me daba su comportamiento.
Edward permaneció en silencio y esperé que al menos repasara su conducta y que nunca más fuera dejando a chicas plantadas porque sí. No era ético, aunque me gustaba saber que estaba a mi lado y no dentro de la boca de una desconocida. Era reconfortante.
La Vida es Bella era una de las películas más tristes que había visto en mi vida. Siempre, siempre, me hacía llorar. Así que ahí estaba yo, en el sofá de mis vecinos, mordiéndome el nudillo del dedo pulgar para evitar sollozar aunque las lágrimas ya corrían por sí solas a lo largo de mis mejillas. Edward, con los brazos cruzados sobre el pecho y los pies apoyados en la pequeña mesita, parecía inalterable.
—¡No tienes corazóoon! —exclamé mientras me sorbía la nariz.
Me miró con ojos brillantes y puso un cómico puchero. Nos callamos, queríamos ver la película y disfrutar de sus diálogos. Era un silencio cómodo, muy cómodo, hasta que...
—Bueno, adiós. Ha sido muy gentil conmigo. Ahora voy a tomar un buen baño caliente.
—Ah... me olvidaba decirte que... —decía el personaje de Guido Orefice, dándose un aire de misterio.
—Dilo. —contestó Dora. Yo ya sabía lo que venía después gracias a mis ciento cincuenta visionados de la película.
—... Que tengo unas ganas de hacerte el amor que no te puedes ni imaginar. Pero esto no se lo diré a nadie. Sobre todo a ti... Deberían torturarme para obligarme a decirlo.
Edward se puso tenso, y yo me removí incómoda. ¿Por qué me ponía nerviosa escuchar eso con él delante?
—¿A decir qué? —preguntó Dora.
—Que quiero hacer el amor contigo. No una vez sólo, sino cientos de veces. Pero a ti no te lo diré nunca. Sólo si me volviera loco te diría que haría el amor contigo, aquí, delante de tu casa, toda la vida.
No pude evitar carraspear, me salió del alma. Edward me dio una mirada cargada de sentimientos que no supe identificar y también de tensión. Me metí un puñado de palomitas en la boca y tras un suspiro seguí pendiente de la película y me olvidé de pensar. Nada de hacer el amor y Edward en la misma frase, gracias.
—¿Vas a llorar, Edward Cullen? —le pregunté una vez la película ya había avanzado y la parte dramática llegaba.
—¡Déjame ver la película! —gruñó mientras se removía en su asiento y me tiraba un puñado de palomitas.
Pero Edward no pudo ver tranquilo la película. Y no fue por mi culpa. El hecho de que Emmett y Jasper irrumpieran en la casa, empapados y riendo a pleno pulmón complicó bastante la cosa.
—¡Callaos! —gritó mi acompañante.
Asomaron la cabeza por la puerta que daba al pasillo y al verme se miraron entre ellos.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Emmett mientras entraba y examinaba la sala en busca de indicios que confirmaran sus sospechas.
—Bella, párala —me pidió Edward con voz cansada—. A ver, ¿qué queréis?
—¿Qué estáis viendo? Ah, La Vida es Bella... ¡Muy bonita! —comentó Jasper—. Os dejamos solos, no queremos... interrumpir.
Suspiré profundamente. Estaba cansada.
—Jasper, Emmett, no ha pasado nada entre nosotros ni pasará. Ya puedes parar de olisquear el sofá, Emmett. ¿Queréis uniros a nosotros y ver la película?
—En silencio —añadió Edward, como si no confiara en que podían hacer eso.
Salieron disparados a cambiarse de ropa entre gritos y comentarios y yo me eché hacia atrás en el sofá. Giré la cabeza y miré a Edward con una sonrisa sincera.
—Son peor que niños de cuatro años —se quejó él.
—Tú tampoco te quedas atrás —comenté yo, siendo sincera.
Edward refunfuñó, pero esperó pacientemente a que los demás llegaran. Emmett parecía entusiasmado, se acurrucó contra el brazo de uno de los sofás y tiró de la manta que nos cubría a Edward y a mí para taparse al menos los pies. Jasper, más diplomático, se tumbó en el sillón de cuero y lo echó hacia atrás para que saliera el reposapiés. Parecía todo un señor, con su bata azul, sus zapatillas y las gafas para ver de lejos —acababa de enterarme de que era miope y que usaba lentillas para salir a la calle—.
Era divertido pasar tiempo con ellos, pero no me apetecía llorar ante su presencia, posiblemente se rieran de mí hasta el fin de los días.
Una vez acabó la película, Edward encendió la luz y vi como todos se pasaban la manga por los ojos en un movimiento rápido y disimulado. Tosí escondiendo una risa y después de echar un vistazo al reloj, decidí que era hora de volver a casa si pensaba despertarme temprano al día siguiente para ir a clase.
Edward me acompañó a la puerta, y antes de cerrar me dijo:
—El sábado, que no se te olvide. Me lo has prometido —añadió, por si lo había olvidado o tenía pensado atentar contra mi moral y no cumplir una promesa.
—¿Me lo recordarás cada día?
—Por supuesto —y con su sonrisa más deslumbrante cerró la puerta en mis narices.
Si así pensaba engatusarme y tenerme contenta, lo iba a tener bastante difícil.
Alice y Rosalie acudieron a abrirme la puerta juntas, como una comitiva. Me estuvieron contando la película que habían ido a ver y se sorprendieron de la ropa que llevaba, pero no hicieron más comentarios de los necesarios. Me comí un yogur natural —mirando antes la fecha de caducidad, que vivir sin tu madre puede ser letal— y tras lavarme los dientes me acosté, sin tan siquiera quitarme la ropa prestada de Edward. ¿Estaba limpia, no? Sin embargo, en esos instantes de duermevela donde estás más inconsciente que consciente, tuve la terrible revelación que aunque hubiera estado llena de barro no me la habría quitado.
.
—¡Alice, Rosalie! ¡Moved vuestro enorme culo ya! —Llevaba la friolera suma de quince minutos esperándolas en la puerta, totalmente preparada, con el chubasquero puesto y la mochila colgando en mis hombros.
Sabía que meterme con ellas surtía efecto, ya que llegaron corriendo y abrochándose los pantalones.
—Alice, tienes suerte de parecer siempre despeinada —bromeé al ver su corto cabello tan enmarañado.
Con Rosalie no me podía meter, era tan asquerosamente guapa en todos los momentos de su vida que me dolía. Incluso cuando se había roto el brazo y tuvo que llevar también collarín. Por favor, ¿a quién le queda bien un collarín? Pues a ella, parecía que llevaba un Swarovsky.
Fuimos a la Universidad en el Jeep de Emmett, mis amigas peinándose usando el espejo retrovisor —y de paso poniendo de los nervios a Emmett, que no podía ver nada— y Jasper y Edward dormitando en su asiento, como siempre. Una mañana más.
Las clases fueron interesantes, tenía el apoyo de Angela con la que siempre charlaba en voz baja cuando el tema a tratar se volvía aburrido o pesado. Jessica parecía más arisca que al principio, pero no perdía oportunidad para arrimar el hombro y enterarse de cosas de Edward. Angela me aseguraba que estaba celosa por la atención que me prestaba, y además decía —poniendo la mano en el fuego si hacía falta— que yo terminaría en una complicada relación con Edward y entonces Jessica se daría cuenta de que había vivido una mentira al ver el amor de nosotros y las aguas volverían a su cauce.
—Estás fatal —le respondí después de su retahíla.
Mientras nos hablaban de lingüistas y los Principios de Cooperación Discursiva de H. P. Grice, Angela me leyó el horóscopo de la semana. Genial, había venido a Londres siendo una chica madura que siempre prestaba atención en clase y en una semana habían conseguido corromperme.
Comimos en la cafetería, como siempre. Alice y Rosalie alargando el momento y Angela y yo engullendo a toda prisa para no llegar tarde al trabajo. A veces hasta seguíamos comiendo en el metro.
Angela me ponía al corriente de su escabrosa relación con Ben y yo asentía o me hacía la sorprendida en los momentos interesantes. Nos complementábamos bien. Parecía que la cosa avanzaba y que le había pedido salir ese fin de semana. Ahí me acordé de Edward y le relaté lo vergonzoso que había sido el "suceso speaker corner".
—¡Lo más bonito que me han contado en la vida! —suspiró ella, y yo refunfuñé. Esperaba indignación, rabia ante el hecho de que prácticamente me había obligado a salir con él.
—¡Es un pesado! Guapo, pero pesado —me encogí de hombros y seguí andando por la avenida que daba hasta la librería.
—Pero es extraño, no es el modus operandos de Edward Cullen. Lo he visto en acción muchas veces, recuerda que he crecido con Lauren y Jessica.
—Es que ellas comen en su mano. Yo le doy más guerra —respondí.
—Pues sigue así, en un par de meses me dirás que quieres fugarte con él y casarte en Las Vegas —se rió como si fuera lo más gracioso que había dicho nunca—. Como eres americana... ¿Lo pillas?
—No todos los americanos veinteañeros queremos casarnos en Las Vegas —me quejé yo—. Es una horterada.
—¡Qué va! Podemos ir en grupo, ¿harán descuento?
La empujé para que entrara en la tienda y se callara, pero siguió riéndose durante un buen rato.
Con el delantal puesto y cientos de libros que colocar, empezó mi día laboral. Me gustaba mucho el trabajo, era divertido y en los ratos libros podía leer o charlar con asiduos a la lectura. Rosalie y Alice decían continuamente que era una friqui, yo prefería decir que era culta.
—¡Eh, Bella!
Me volví con los brazos llenos de libros y me encontré con un Tom radiante y sonriente.
—¿Te ayudo?
—¡Me pagan por hacer esto! —exclamé yo, divertida—. ¿Qué haces por aquí?
—Yo también soy del Club de la Lectura —rió él mientras se apoyaba en una estantería y me observaba colocar los ejemplares.
—Es menos insultante que otros apelativos que he escuchado. —Terminé y me giré hacia él con los brazos abiertos—. ¿Quieres algo especial?
—He venido a hojear, suelo comprar libros por sus portadas.
—¡Yo también! El problema es que por esa regla de tres me gustaría comprar toda la sección infantil —puse los ojos en blanco y el sonido de su risa me pareció de lo más agradable.
—Es una apuesta segura. Portada buena, libro bueno. ¿Cómo iba a interesarse el autor de un libro malo en comprar una portaba buena?
—¡Impensable!
Fui hasta la sala donde había sillones, que estaba repleta de gente hojeando libros y bebiendo café. Café, me dije mentalmente, hay que rellenar la máquina.
—¿No te dan ganas de gritar "esto no es una biblioteca"? —preguntó Tom, que me seguía de cerca con un libro bajo el brazo.
—Política de la casa. Pero la verdad es que vendemos mucho.
—¿Ganáis millones de dólares americanos? —inquirió, abriendo los ojos excesivamente.
—¡Millones! —exclamé agitando las manos.
Reímos como tontos. Me encantaba bromear con él.
—Si me permites, voy a leer mientras te observo trabajar. Después dejarás que te invite a cenar algo.
Sonreí y sin dar ninguna respuesta —me encanta el aura de misterio que creo a veces— fui hasta el mostrador a ayudar a Angela, que no daba abasto.
La gente parecía feliz comprando libros, y yo estaba histérica porque me equivocaba dando el cambio. Tener a un tío como Tom a varios metros mirándote por encima de un libro acerca de arquitectura alemana no era muy relajante.
—¡Qué le haces a los hombres! —susurró Angela—. ¡Tom Lemacks y Edward Cullen! ¡Joder tía! —y empezó a frotar su brazo contra el mío.
—¿Qué haces?
—¡Intentar robarte la suerte! Lo he leído en la Cosmo de este mes, es para captar las buenas vibraciones. Y creo que a ti te sorban de esas.
—Sobre todo lo de las vibraciones —bromeé yo mientras pasaba por el escáner de precios un diccionario de italiano.
La tarde fue intensa y llena de cosas que hacer. La gente venía a mí en busca de soluciones a sus problemas con las historias literarias. Podía abrir un blog y hacerme crítica, pensé mientras una niña de quince años me pedía algo "divertido y con chicas glamurosas, de esas que usan ropa cara". Que se compre la Vogue y me deje. Pero puse mi mejor sonrisa y le indiqué las novedades de la sección de literatura femenina.
Quedaba una media hora para cerrar. Lo sabía porque miraba continuamente el reloj que estaba sobre la pared de la zona de los sofás. Es decir, no, no miraba a Tom. Miraba al reloj —aunque Angela soltara una risa sarcástica cada vez que lo decía en voz alta—.
Sonaron las campanillas, indicando nuevo cliente a la vista. Edward, con sonrisa en boca y sacudiéndose el agua del cabello camino hacia mí.
—¡Vecina! ¿Habéis recibido ya el manual de Fisiología Celular y General Humana?
—En serio Edward, esos libros tan raros no llegan en un par de días... Posiblemente haya sólo un ejemplar en todo el Mundo y vaya pasando de mano en mano, dudo que editen muchos más... Aquí llegará el miércoles.
—¡Madre mía, qué simpatía! —se llevó las manos a la cabeza en un gesto de sorpresa. Después comentó—: Pasaba por aquí y he decidido hacerte una visita. Sales ya mismo de trabajar, ¿no?
—Eh...
—¡Estupendo! Han abierto un restaurante de comida india aquí al lado, se llama LondonLama, ¿lo coges? ¡Como el Dalai Lama! —rió alegremente.
Mientras lo escuchaba, cruzaba los dedos para que no viera a Tom. Pero mala suerte, Tom se había levantado y...
—¡Ed, tío!
Edward se giró y su sonrisa cayó en picado. Mierda. Mierda.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con el ceño fruncido mientras chocaban las manos.
—Comprar un libro —dije yo rápidamente—. ¿La gente compra libros no? ¡Todo el mundo que viene, viene a comprar libros!
Mi delatador nerviosismo era patético. Me miraron perplejos, sin saber si reír o internarme en algún centro psiquiátrico.
—Nada tío, he venido a buscar esto —mostró el libro—, y de paso le he dicho a Bella que vayamos a tomar algo. ¿Te apuntas?
La cara de Edward, anteriormente de tono marfileño y con un adorable color rosado en las mejillas a causa del frío y de su palidez, se volvió roja.
—No —dijo escuetamente—. Vendré el miércoles entonces.
Se dio la vuelta y salió por la puerta como si le acabaran de dar la noticia más mala del mundo.
—¡Por favor! —bufé. Sus celos estúpidos me ponían de mal humor—. Tú, ¿vas a comprar eso?
El niño que llevaba un libro de Harry Potter entre los brazos me miró asustado y asintió.
—¡Pues venga, hombre!
Tom me miraba mordiéndose un labio y sin saber si reír o mostrarse serio. Angela no había presenciado la escena y lo lamenté, no sabía si sería capaz de hablar del idiota de Edward sin echar fuego por la boca.
—¡Me voy! —grité poniendo el delantal en el mostrador. Le di un empujón a Tom y le supliqué—: ¡Sácame de aquí!
No pudo aguantarlo más y se echó a reír, comentando entre dientes que ser melodramática me venía al pelo.
Resultó que me llevó a cenar al restaurante que me había mencionado Edward. Casi me agarro a la farola que había delante y me pongo a chillar, pero el propietario, un indio de aspecto cansado, me miró con tristeza. "¡No soy racista, señor!" quise decirle, ""¡sólo que su pub indio me hace acordarme de lo estúpida que es la gente!". Sin embargo Tom —que cada vez parecía más preocupado por mi comportamiento— me empujó para que entrara.
Ni siquiera me gusta la comida india, o al menos no la había probado, por lo que él pidió por mí. La conversación fue amena y traté de no pensar en Edward ni en lo que estaría haciendo. Sin embargo, entre bocado y bocado de algo que decía llamarse naan con curry, sonreí pensando que quizá estuviera garabateando mi ventana con una nueva disculpa. A ese paso, tendría que cambiar los cristales cada mes.
—¿Por qué sonríes? —quiso saber Tom, limpiándose con una servilleta.
—¿Eh? Ah, nada, no es importante. Y dime, ¿qué estudias?
—Arquitectura, no creas que cogí ese libro porque sí, realmente estaba estudiando.
Sonreí, era una carrera interesante. No se me daban bien las ciencias, por lo que estudiar algo en lo que sólo hubiera física, matemáticas y números en general estaba lejos de mis posibilidades.
—¿Quieres hacer rascacielos?
—Supongo, ¿por qué no?
—¿Y puentes para el Támesis?
—Diseñaré sólo para los ríos más importantes del mundo. Me codearé con la clase alta.
Reí y casi me atraganto con la Coca-Cola.
—Tendrás que estudiar mucho... No me quiero ni imaginar los exámenes: diseñe una pirámide egipcia con palillos de dientes en una hora y media.
Se carcajeó con fuerza y los demás clientes se volvieron para estar atentos a nuestra conversación. Me removí algo incómoda en el asiento.
—En realidad, no tengo exámenes.
—¿¿No tienes exámenes?? ¿¿Me puedo cambiar de carrera??
—Preferiría tener exámenes, créeme. En lugar de eso tengo que hacer millones de proyectos y presentarlos delante de toda la facultad. Es agotador.
—E intimidante.
Después quiso que le hablara sobre mi carrera y aunque era un tema que me apasionaba, lo encontré tremendamente aburrido al lado de su exótica carrera. Sin embargo cuando se lo comenté, se rió de mí.
—¡Haces edificios, eso mola! —le espeté.
—Pero tengo faltas de ortografía.
—Puedes aprender a no tenerlas en menos de un mes. ¿Puedo hacer yo un Empire State en menos de un mes? ¡Eh, dime!
—Yo tampoco puedo.
Su solidaridad me conmovió y decidí dejar de lado el conflicto. De pronto me acordé de que Edward en menos de cinco años tendría un título de medicina y después se especializaría en cirugía. ¡Y yo seré Filóloga! Tuve una presión en el pecho pero después alcé la cabeza a sabiendas de que sería la única que podría hablar de Chomsky o Saussure. Algo es algo.
Cuando terminamos de cenar, Tom fue al servicio y al volver me confesó que había pagado la cuenta a escondidas. Un acto inteligente si sabes lo cabezota que soy.
—¡Cómo has podido! —exclamé haciéndome la ofendida mientras salíamos del restaurante—. ¡Pues ahora te voy a comprar un helado!
—Hace frío —se quejó él.
—¡Me da igual! Para que te lo pienses antes de pagar todo tú.
Con nuestros helados en mano —y unas diez libras menos en mi bolsillo, qué caro que era Londres— me acompañó hasta mi apartamento. Me daba pena despedirme de él, era un buen amigo y parecía no querer traspasar ese límite. Eso me daba confianza.
—Oye Bella, quería preguntarte algo.
Habíamos llegado a la puerta del edificio y los helados habían pasado a una mejor vida. Metí las manos en los bolsillos de mi abrigo y esperé a que hablara.
—¿Qué te parece si... si hacemos algo el sábado?
Me cogió por sorpresa. No es lo mismo que alguien se presente en tu trabajo y te diga "¡vamos a cenar, te espero!", a que diga "¿quedamos el sábado?". Tienen connotaciones diferentes. Y parecía que para Tom la línea que separa la amistad del me gustas estaba empezando a verse borrosa. El problema es que no sabía si para mí también. Lo miré, y sus ojos celestes me impresionaron de nuevo. Era un buen chico, no me reía tanto como con Edward pero al menos no iba acostándose con todas o teniendo ataques de celos en los momentos más insospechados. Estaba en una ciudad nueva, en un continente nuevo y con nuevos amigos y por lo visto con nueva personalidad. ¿Por qué no?
—Claro —respondí, cohíbida.
—¡Genial!
Y no supimos que más decir. Por eso estas cosas se dicen a través del teléfono. Lo sueltas y añades un "oye, tengo que colgar". O un simple mensaje de texto. Sin embargo, cuando tienes delante a la persona, es más difícil actuar.
—Bueno... —dijimos los dos a la vez. Después reímos, también a la vez. Patético.
—Yo... Tengo que irme, mañana... Universidad y eso... —Odiaba mis balbuceos, pero eran directamente proporcionales a las situaciones violentas.
Nos despedimos bruscamente con dos castos besos en las mejillas y corrí despavorida a mi apartamento por las escaleras. No tenía ánimo de ascensor. Hay días que son de ascensor y otros que no, y ese era uno de esos.
Entré como un huracán en la casa y me dirigí a mi habitación sin decirles nada a mis compañeras. Tenía que comprobar algo. De un tirón descorrí las cortinas y busqué ansiosa. Pero nada, no había ninguna inscripción nueva. Sentí pesar en mi interior, había esperado demasiado de Edward y su orgullo. Con cuidado abrí la ventana y me asomé. De la suya volvía a salir humo, por lo que hinché el pecho y grité:
—¡Me has defraudado, Spiderman!
Entré de nuevo y tras cerrar ventana y cortinas me puse el pijama. Di breves explicaciones de mi tarde a Alice y a Rosalie y me metí en la cama, extremadamente cansada, tanto física como psicológicamente.
Entonces, otra vez en el estado de semiconsciencia una alarma saltó en mi cerebro, pero el cansancio pudo y dormí sin preocupaciones.
.
Hacía calor, y me dolía la cabeza. No podía estar en Londres. En Londres jamás hacia calor. Después sentí frío y sonreí satisfecha, volvía a estar en Inglaterra. Entreabrí los ojos y el dolor aumentó. Lo que no esperaba era que tanta luminosidad entrara a través de las cortinas, ¿me había mudado de ciudad sin darme cuenta?
Miré el reloj de la mesita de noche y solté un grito desgarrador al darme cuenta de que eran las diez de la mañana. Ahora entendía la luz, lo que no sabía era cómo había podido quedarme dormida. El dolor persistía y cuando estornudé gemí. Me había resfriado. Maldita lluvia de Londres y maldito helado a las diez de la noche. Encontré una nota al lado del despertador.
Bella, no éramos capaces de despertarte, además parecía como si tuvieras fiebre. Te he dejado aspirinas y un termómetro en la mesita. Descansa y ya nos contarás qué hiciste anoche para acabar así.
Pdta.: Nos encantaría quedarnos cuidándote pero no podemos perder clases. A ti te puede dejar los apuntes Angela.
Alice. (Y Rosalie)
Volví a gemir, y a gruñir, y a gemir de nuevo. Me puse el termómetro y comprobé que no tenía fiebre, sólo estaba algunas décimas por encima de la temperatura normal. Me levanté y fui a la cocina a por un vaso de agua para tomarme la aspirina. Después mandé un mensaje de texto a Angela explicándole que no podría ir a trabajar a menos que milagrosamente me encontrara mejor.
Después me senté delante de mi escritorio y encendí el portátil. Al menos haría algo útil y pasaría apuntes a limpio, aunque fuera envuelta en una colcha y moqueando.
Mientras Windows iniciaba sesión con su habitual lentitud, para no perder viejas costumbres, recogí un poco el cuarto y queriendo ventilar la habitación descorrí la cortina. Solté una carcajada al ver que tenía un nuevo mensaje, había perdido la esperanza por completo.
¡Buenos días, princesa!
Spiderman pide disculpas de nuevo. No le quedaban telarañas (o ganas, o fuerzas) ayer.
Suspiré al leer de nuevo la primera frase. Sin duda La Vida es Bella había resultado ser una fuente de inspiración para Edward, ¿pero quién no querría levantarse escuchando eso? Me daba exactamente igual que fuera tan cliché, me gustaba.
Entonces, en lo más remoto de mi cerebro, la misma chispa que había saltado la noche anterior se intensificó, y todo tuvo sentido.
—¡Joder! —exclamé cuando caí en la cuenta del lío en el que me había metido.
El sábado sería un día largo, pensé, sobre todo si tenía que estar en dos sitios al mismo tiempo.
Abatida, olvidé la idea de pasar apuntes a limpio y me tiré en la cama, tapándome la cabeza con una almohada y compadeciéndome de mí misma, y ante todo, odiando a mi estúpido despiste.
5 comentarios:
Cómo se le puede olvidar una cita con Edward Cullen? Por Dios. Que dulce este chico y Tom, no sé, parece un buen chico, pero es un Jacob disputándose el amor de Bella y ya sé que tiene que tener competencia, si no no habría historia, pero es que es Edward y le dolerá y me da mucha pena... bueno, ya veremos como se desarrollan los echos...
besotes y toam fuerzas para seguir contándonos estas maravillosas historias.
aahhh noooo...lo de esta chica es increibleee...cuando estaba sola y nadie le daba bola, era por eso y se amargaba...ahora por SU culpa encima, por despistada quedo con dos para salir el mismo dia...y encima son amigoss..!!!
q barbaro por diosss.!! jajaja
pobre ni imagino como tendra q hacer..!!!
besos enormes."!!!
ps yo saldria con edward, él lo pidio primero!
ademas... edward esta mas bueno! xxD
grax por escribir! besazos!
pd.- mas le vale q salga con ed...¬¬ xD (L)
maz stupida!! c0mo c le pued olvidar una cita con edward ...x ese t0m?
ay k n0 c pase sper0 el otr0 capi y ojala k salga con edward
Te felicito me encanta como escribes apenas encontre tu blog. pero me sucede algo en historias para chicas hay unos capitulos que no puedo leer me gustaria saber porque y el ultimo que publicastes no lo he podido leer. explicame porque no lo entiendo.
de todos modos felicidades.
mi correo es luzdivina73@hotmail.es y vivo en Colombia
gracias
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