viernes, 28 de mayo de 2010

MEETING YOU


Descubriendo a Edward

Con la llegada de la mañana no pude soportar más la presión que sentía en el pecho al verlo descansar pacíficamente y completamente desnudo, a mi lado. Su respiración era pausada y noté haber conseguido familiarizarme —no sin trabajo— a su efluvio tan delicioso. Decir que aquella noche había sido la mejor de mi existencia sería no ser sincera, había sido mucho más que eso .Era difícil describir la sensación que me invadía, me sentía poderosa, capaz de todo. No es que fuera a convertirme en un súcubo como mis primas, tenía claro que sólo lo quería a él, pero era tan complicado… Jamás podría mantener una relación, estaba incompleta. ¿Qué podía ofrecerle a una personalidad tan importante como la suya? Me puse en el hipotético caso de que formalizáramos una relación y el resultado fue deprimente. ¿Qué excusas le pondría para no ir a cenar con él cada vez que me invitara? ¿Y para evitar salir los días soleados? Estaba hundida en un pozo de angustia, odiaba como nunca mi condición de criatura diabólica, sobre todo cuando posaba mi vista sobre su espalda desnuda y veía las tenues marcas de color oscuro que empezaban a formarse, las cuales tenían un contorno muy similar al de mis dedos. No podía arriesgarme a hacerle daño, ni tampoco a mí misma; no sabía si tenía alma, pero el hecho de haber comprendido esa noche que jamás podría tener una relación sentimental por ser como era había destrozado mi ya muerto corazón en pedazos.

Suspiré resignada mientras acercaba mis labios hasta su frente coronada por mechones broncíneos de aspecto salvaje e indomable y depositaba un pequeño beso de despedida. No podía quedarme y esperar que se levantara, lo haría todo más difícil. No quería dar explicaciones ni decir adiós puesto que sería plasmar el cómo me sentía en palabras, y estaba segura de que mi estado de ánimo no lo soportaría.

Con sigilo me incorporé y en cuestión de segundos estuve vestida con la misma ropa de la noche anterior, la cual olía a tabaco. Arrugando la nariz busqué por los alrededores y encontré un trozo de papel y un bolígrafo. Pensé durante unas milésimas de segundo hasta caer en la cuenta de que sólo una palabra podía representar lo que sentía. Con mi letra estilizada, muy del siglo XX, escribí "Gracias" y dejé la pequeña nota sobre donde antes había reposado mi cuerpo. Volví a suspirar, y sin mirar hacia atrás salí del apartamento con la certeza de que si fuera humana habría llorado desconsoladamente.

Una vez en la desierta calle sopesé mis opciones. Me apetecía correr y poner la mente en blanco, pero no quería dejar mi Mercedes allí y tener que volver de nuevo y enfrentarme a los recuerdos. Sacudí mi cabeza y al ver que no había nadie que pudiera verme —estaba amaneciendo aún—, corrí a toda velocidad hacia mi coche. Me tranquilicé al estar en el interior, puse el primer CD que encontré para relajarme y conduje sobrepasando el límite de velocidad en dirección a casa, donde mi familia me esperaba seguramente ansiosa por los detalles.

Sonreí para mí, olvidando durante unos segundos mis preocupaciones existenciales mientras tomaba la curva de una peligrosa montaña que separaba Port Angeles de Forks con un ronroneo del Mercedes mientras sonaba por los altavoces Habanera, de Carmen, una mis óperas favoritas a todo volumen. Parecía estar protagonizando un anuncio de coches, era uno de esos momentos en los que hubiera tenido la piel de gallina de haber sido mortal. Pulsé el botón que bajaba automáticamente las ventanillas del coche y un vendaval cargado de sal marina invadió el interior del automóvil e hizo que mi pelo cobrara vida propia y danzara por sí mismo. Me sentía llena de vida, sabía que jamás volvería a tener una noche como la pasada, pero debía conformarme con que simplemente hubiese sucedido; miles de vampiros no tenían esa pequeña suerte. Al igual que una desequilibrada mental comencé a imitar, fracasando estrepitosamente, la voz de Maria Callas —ya que me gustaba más su versión que la de Angela Gheorghiu— mientras conducía por las afueras de Forks, bordeando una zona del bosque para llegar más velozmente a la mansión Cullen.

Era consciente de que mi familia me estaría escuchando ya que estaban familiarizados con mi voz y me encontraba relativamente cerca; aún así no bajé el volumen. A los pocos minutos frené en seco, derrapando justo delante de la entrada de la enorme casa y sonreí ligeramente al encontrar a Alice y a Rosalie en la puerta, con los brazos cruzados y aporreando el suelo con el pie.

—Detalles —dijo simplemente Alice, corriendo a abrirme la puerta del Mercedes—. Te desmembraré si no empiezas a hablar ya.

Sin perder mi sonrisa y mi calma salí del asiento del conductor, me alisé el vestido y la miré altivamente.

—No —respondí de forma escueta, y fui hasta el interior de la casa esquivándola.

Encontré a Carlisle leyendo el periódico matutino sentado en uno de los sofás de la sala principal. Al sentir mis pasos asomó los ojos por encima de los papeles y noté que estaba sonriendo, divertido.

—Tú también no… —murmuré para mí. Sin embargo su oído vampírico jugó en mi contra, y noté como su sonrisa se ampliaba más por la expresión de sus ojos—. Tendré que exiliarme después de esto.

—Y eso que aún no te has encontrado con Emmett —dijo Carlisle, doblando el periódico y poniéndolo sobre la pequeña mesita que había frente al sofá. Después se levantó y al pasar a mi lado me palmoteó el hombro derecho, como dándome su apoyo—. Te pagaré el viaje al Amazonas, creo que Kachiri y Sena no pondrán objeción alguna a esconderte hasta que el alboroto pase —bromeó, aparentemente encantado con lo que estaba ocurriendo.

Gemí, no me gustaba que mi vida privada estuviese en boca de todo el mundo.

—¿Por qué Alice lo fue contando por ahí? —bufé, atormentada.

—Bueno, supongo que… porque es Alice —sonrió finalmente Carlisle, y con una última expresión risueña y pícara que me avergonzó más de lo que ya estaba, fue hasta el jardín, donde supuse que estaría Esme.

Dirigí una mirada nerviosa al resto de la estancia para asegurarme de que ni Jasper ni Emmett estaban al acecho y llegué a la concusión de que habrían ido de caza. A pasos agigantados subí las escaleras que comunicaban con las demás plantas de la casa y fui como una bala hasta la tercera, donde se encontraba mi habitación. Una vez allí, cerré la puerta con el pestillo —aunque era una absoluta tontería— y eché las cortinas; después elegí al azar un CD de Edith Piaf y lo introduje en el reproductor sin olvidarme de subir el volumen al máximo, últimamente se había convertido en una mala costumbre. Me tumbé en el sofá y tatareé Non, Je Ne Regrette Rian magistralmente con los ojos cerrados con fuerza. No sabía cómo la música había podido cambiar tanto con el paso del tiempo, pero si algo estaba claro es que la cultura moderna se perdía mucho.

—¿Estás bien, Bella? —La voz de Jasper desde el alféizar de mi gran ventanal me sobresaltó.

—Pensaba que estabas de caza —murmuré, mirándolo con ojos entornados.

Jasper rió y entró en la habitación para sentarse junto a mi cabeza.

—No, Emmett y yo habíamos ido a la tienda de deportes a comprar suministro. Ya sabes, las apariencias…

—Sí, las apariencias engañan —reí yo entre dientes.

Sonrió y paseó la mirada por mi dormitorio, supe que estaba pensando qué palabras escoger, Jasper era uno de los más diplomáticos de la familia cuando estaba de buen humor.

—Vamos, escúpelo —pedí, poniendo los ojos en blanco.

—Bella, ¿sabes que te conozco muy bien, verdad? —preguntó de pronto y asentí—. Genial, así entenderás que sea consciente tu estado de ánimo no por mi poder extrasensorial, sino por el maldito disco de Edith Paif.

Reí con ganas ante su comentario y me incorporé para acabar sentada a su lado. Le alboroté el pelo con una mano, y él rió entre dientes también.

—Es un gran álbum —comenté, excusándome.

—Sólo lo pones cuando te comes la cabeza y quieres dejar de darle vueltas a todo. Quería decirte únicamente que lo hecho, hecho está. Estoy segura de que él habrá pasado la mejor noche de su vida, y estará encantado y más que dispuesto por repetir.

Alcé las cejas, muy divertida ante su discurso aunque también algo avergonzada. Después palmoteé su rodilla quitándole importancia al asunto y le dirigí una sonrisa tranquila.

—No te preocupes Jasper, todo está en orden.

—¿Sabes?, puedes dejar de ser madura por un día. Olvida que tienes casi cien años, sé joven. No creo que hayas vivido nunca. Haz más cosas como las de esta noche, no te estoy diciendo que te vuelvas ninfómana o una súcubo loca como Tanya —añadió al ver el escepticismo que desprendía mi mirada—, sólo sal, ven con nosotros cuando vayamos a dar una vuelta. No sé, Bella —repitió pasándose una mano por sus rubias greñas—, me da pena verte siempre metida en tu habitación, viendo películas.

—Es fácil para ti —murmuré—, tienes a Alice. ¿Cómo sería tu vida sin ella?

Jasper se puso las manos en la cara, tapándola, y apoyó los codos en sus muslos.

—Vale, quédate aquí amargada —comentó al final, levantándose y andando hasta la puerta.

—Eh Jazz —le llamé antes de que saliera. Se giró para encararme y le regalé mi mejor sonrisa—, gracias.

Sacudió la mano y salió con decisión. Esperé a escuchar gritos o súplicas por parte de Emmett para venir a molestarme, pero nada ocurrió. Toda la casa estaba en calma y era extraño. Decidí dejarlo pasar y volví a tumbarme, dándole vueltas a la cabeza y con la música acompañándome, siempre de fondo.

.

Pasé una semana horrible, me sentía abatida y sin ganas de nada. Dejé de asistir a clase, de ir de caza con mi familia, de leer. Simplemente me sentaba delante de la ventana y miraba cómo pasaban las horas y los días. Otras veces, cuando mi humor mejoraba levemente, salía a correr y dejaba todo atrás, pensamientos incluidos. Nadie entendía lo que me ocurría, ni siquiera yo. Supongo que fue eso de tenerlo todo y perderlo por mi juicio acerca de lo que está bien y lo que está mal.

Aquel día estaba dando un paseo por los acantilados de Forks, divisando las playas de La Push desde lejos. Me senté en el filo y dejé que mis piernas se balancearan con el aire sobre el vacío, sobre la nada. Sabía que cualquier mortal que me viera se preocuparía, pero no estaba para nimiedades como aquellas.

—Ey —la voz de Alice no me sobresaltó, sabía que me seguía desde que salí de casa.

No me di la vuelta, mantuve los ojos cerrados y aspiré con fuerza, captando los aromas que se entremezclaban a esa altura.

—¿Qué pasa? —respondí con un susurro.

—Pasa que me preocupas —musitó ella, sentándose a mi lado con las piernas cruzadas—. Vamos, Bella… Ni te reconozco.

—Alice, déjalo —suspiré—. Necesito un tiempo para mí misma, ¿tan raro resulta?

—¡Pero es que esto no te hace ningún bien! Estás autodestruyéndote en una espiral de caos y desesperanza. Bella, busca a un vampiro… No sé, vete de expedición a Europa y conoce a quien sea. No puedes seguir sola, mira lo que te está pasando… Te consumes.

Escondí la cabeza entre las manos y medité sus palabras. Tenía razón, debía alejarme de aquel pueblucho durante un tiempo. No sabía si iba a poder aguantar mucho sin mi familia, pero debía empezar de cero aunque sólo fuera temporal. Encontrar a alguien, a alguien alto y guapo, educado. Negué con la cabeza cuando noté que mis pensamientos volvían a extraviarse para llegar hasta el propio corazón de mi conflicto interno: él.

—¿Sabes qué, Alice? Tienes razón, me voy a dar otro tipo de tiempo. Voy a viajar.

Alice sonrió tristemente, y la acompañé. Sería triste separarme de ella, pero era la solución. Tenía casi cien años pero parecía no conocerme a mí misma; volvería cuando estuviera completamente segura de ser una buena compañía, de ser "un mejor yo".

Corrimos juntas, sin mediar palabra, de regreso a casa. Nadie nos esperaba, o al menos no parecieron darle importancia al hecho de que yo pareciera más animada y tuviese un nuevo brillo en los ojos. Distraída subí a mi habitación mientras confeccionaba mentalmente una lista de los posibles destinos. No podía ir al Sur, debía ser un sitio nublado o con poca luz solar. Estaba haciendo una pequeña maleta que facturaría como equipaje de mano cuando encendí mi ordenador para comprar los billetes que fueran por Internet; era más cómodo y además me evitaba el trato directo con humanos.

Antes de ingresar en alguna página de aerolíneas, me metí en mi correo personal y supervisé los e-mails que tenía sin leer, producto de mi despreocupación de esa semana. Suspiré al ver unos cuantos de un foro al que estaba suscrita pero en el que nunca participaba, donde únicamente se hablaba de Robert. La curiosidad me pudo y estuve leyendo los últimos post, en los cuales se decía que había sido visto por Londres, lugar en el que se estaba grabando su próxima película. Para corroborar ese testimonio había fotografías hechas por fans donde quedaba totalmente esclarecido que en ese momento, mi amor platónico no estaba en el pueblo de al lado, sino que nos separaba un océano. Frustrada por la distancia que había entre nosotros cerré la página y compré un billete de ida a Seattle; empezaría por algo fácil, cerca de casa.

No fue fácil comunicar la noticia al resto de la familia, aunque ya hubieran sido avisados por Alice. Esme se encerró en su cuarto la mitad del día y durante la otra estuvo persiguiéndome, intentando disuadirme. Carlisle me miraba con una tristeza penetrante que rompía mi congelado corazón. Emmett ni siquiera bromeaba. Rosalie tenía un aspecto desaliñado por primera vez en un siglo y Jasper irradiaba olas de tristeza que nos dejaban hechos polvo. Alice ni siquiera hablaba, era como si lo tuviera asumido. Se pasaba las horas con la vista perdida, y supuse que estaría intentando ver mi futuro, lo cual era imposible ya que aún no había efectuado ninguna decisión importante.

Unos días después, íbamos en el Jeep de Emmett hacia Por Angeles, donde cogería una pequeña avioneta para llegar a Seattle. Llevaba sólo la maleta de mano que había preparado con tanto tiempo de adelanto. Supuse que la ropa estaría arrugada, pero no me importó lo más mínimo.

—Mierda, la gasolina —refunfuñó Emmett.

—Emm, vamos justos de tiempo —le apremié yo después de mirar mi reloj de pulsera—. Date prisa, por favor.

Emmett gruño y se desvió para ir a la gasolinera más cercana, la que estaba en las inmediaciones de la ciudad. Se bajó con parsimonia y sonreí interiormente al darme cuenta de que su comportamiento era más infantil de lo que podría llegar a haber pensado: estaba perdiendo tiempo para que no pudiera coger el avión.

Divertida observé como caminaba despacio hacia la tienda para pagar el carburante y como se hacía el despistado chocándose con un chico que llevaba un gorro y seguía andando hacia el interior. De repente mis sentidos vampíricos se activaron y supe algo sin realmente llegar a saberlo. Había algo que no era normal, que hacía que acelerara la respiración sin tener ningún motivo para ello. Repasé la escena y todo tenía sentido: Emmett no corría ningún peligro, al contrario, bromeaba con el cajero. La tienda parecía un lugar seguro en ese momento, no había nada extraño. Y entonces, caí en la cuenta. El chico. Abrí la puerta de forma violenta y salí, aunque siendo prudente y escondiéndome como podía. Se alejaba cargado de bolsas de papel, parecía que había comprado en la gasolinera. Aquel jersey azul y el gorro no se me olvidarían en la vida; sabía que era un disparate, Robert estaba ahora mismo en Londres, ¿no?

—Bella, ¿qué ocurre? —preguntó Esme desde el interior del coche.

—Esperad —cogí mi móvil y las gafas de sol rápidamente del bolso para después soltarlo en el asiento con rudeza y cerrar la puerta del coche, decidida a seguirlo y comprobar que todo era un error.

No fue una tarea difícil. Se dirigía hacia el centro de Port Angeles, y crucé los dedos para que no fuera al apartamento. No podía ser él, aunque los ojos me dijeran lo contrario. Sin embargo tuve mala suerte, como de costumbre, y me vi repitiendo el mismo camino que unas noches antes, aunque en circunstancias muy distintas.

Esperé pacientemente tras un árbol a que soltara las bolsas. Mi instinto me decía que volvería a bajar, y así fue. El verlo venir de frente fue como si una maza me golpeara en el estómago: no había ninguna duda posible, era él, y no lo entendía. Según mis fuentes Robert estaba en Londres en medio de la grabación de una película. Entonces… ¿Qué hacía caminando por las sucias calles de esa zona de Port Angeles? Gracias a mis sentidos, me escondí justo a tiempo tras un coche; Robert o quien quiera que fuese se había girado. Pude observar como se rascaba la nuca, confuso, y volvía a sus pasos desgarbados. Salí de mi escondite y lo perseguí por el centro de la forma más sigilosa e invisible que podía; yo era el depredador y él la presa.

Entró en una tienda de música y lo vigilé a través del sucio escaparate. Parecía seguro de sí mismo y al mismo tiempo desorientado. Lo vi coger un par de CDs y pagar con unos dólares arrugados. No había ni una pizca de esa elegancia despreocupada que caracterizaba a Robert, sino más bien desgana, como si respirara porque no le quedaba más remedio. Corrí hacia un portal al verlo salir, me había despistado estudiando sus gestos. Cuando estuvo en el umbral de la puerta de la tienda miró hacia el cielo, que estaba despejado, y de un tirón se arrancó el gorro de lana. Consiguió que abriera la boca del asombro. Su pelo brillaba, tenía luz propia, una luz que parecía provenir de aquel color cobrizo tan extraño, muy alejado del castaño de mi actor preferido. Me derrumbé. Tuve que sentarme en el escalón del portal y analizar los hechos: era un vampiro y había pasado por alto demasiadas cosas. ¿Dónde estaba mi poder extrasensorial aquella noche? ¿Cómo podía no haberme dado cuenta de que no era él? Malditas obsesiones, grité mentalmente; había estado tan cegada la ilusión y el mismo deseo que me avergonzaba en esos momentos. Con un fuerte suspiro me levanté y sacudí la parte trasera de mi pantalón vaquero con las manos. Aún lo tenía a vista, se había entretenido hablando con una chica rubia que parecía joven. Mordiéndome la lengua de rabia y sintiendo el veneno acumularse en mi boca, me acerqué con cautela poniéndome las gafas de sol; lo menos que deseaba era ser vista y dar explicaciones.

—Claro que te llamaré —le escuché decir, y tuve cuidado de no romper el espejo retrovisor del coche contra el que estaba apoyada, disimulando.

—Edward… Llevas una semana con lo mismo y no te dignas a aporrear en mi puerta ni aunque vivas justo delante —rió la chica.

Mis dientes rechinaron. Edward. Se llamaba Edward. Mi vida se estaba convirtiendo en una serie barata de televisión y no podía consentirlo. Esperé a que terminaran su banal y absurda conversación para seguir detrás de él como si fuera la sombra que nunca desearía tener, pero de la que jamás podría deshacerse.

Después de entrar en un par de pubs de los que salió finalmente tambaleándose y alcoholizado, fue a comprar una caja de cigarrillos; fruncí el ceño sorprendida por su comportamiento, era como si viviera al límite sin importarle nada ni nadie, ni siquiera él mismo. Salió del pequeño establecimiento encendiéndose un cigarro y con un periódico bajo el brazo, que después de dar una larga calada guardó junto a la cajetilla en una mochila negra que llevaba en la espalda.

Siguió su camino, con esas piernas largas y de andar descuidado. No pude menos que admirar sus antebrazos fuertes y de color marfil, el cuello largo y esbelto, los ojos de un color esmeralda desbordante, muy diferente al de Robert y la mandíbula más marcada, protagonista de mis fantasías más inconfesables de ese momento en adelante. Ya no me quedaba ninguna duda de que me había mentido descaradamente, había jugado con mis sentimientos e ilusiones y posiblemente con los de muchas mujeres más. Necesitaba un escarmiento, uno que sólo yo podría darle.

La ira me hacía mover la cabeza lentamente, como si algo me estuviera poseyendo, algo malvado que me exigía acabar con aquel despreciable ser humano. El animal que llevaba dentro estaba luchando por salir, pero no podía, no iba a echar por tierra los esfuerzos de Carlisle, le debía demasiado.

—¿S-se encuentra bien? —Un hombre alto y fuerte me vio apoyada contra el escaparate de su tienda, dando espasmos y gruñendo. Nunca supe como tuvo el valor de acercarse a mí estando yo ese estado.

Incapaz de hablar sin que el veneno acudiera a mi lengua, asentí con la cabeza y cerrando con fuerza los conductos respiratorios seguí con mi pequeña persecución, sin saber dónde acabaría.

Edward —si es que ese era su verdadero nombre— parecía no tener destino fijo. Daba tumbos de un lado a otro, recorriendo la ciudad con sus ágiles pasos y su mirada despistada y confusa. De vez en cuando hablaba con gente con la que se cruzaba, y me encontré maravillada por el tono aterciopelado de su voz, muy diferente a la que en un principio pensé que le correspondía. Sacudí la cabeza, yo lo odiaba, no podía ponerme sentimental con él. Necesitaba un castigo, un escarmiento; y lo tendría.

Cuando pareció darse por cansado de su estúpido paseo, se rascó la cabeza y giró sus pasos en dirección a su pequeño y mugriento apartamento —aunque hacía unas noches me había parecido insuperable—, por lo que aceleré mis pasos dejándolo atrás y empecé con mi plan. Para entrar en el edificio hacían falta llaves, y no tenía ganas de montar un escándalo rompiendo cristales o forzando la cerradura. Di una vuelta al bloque de pisos y caí en la cuenta de que la parte de atrás estaba llena de ventanas, la mayoría cerradas y oscuras por la suciedad. Calculé cual podría ser la suya y echando un rápido vistazo al alrededor me subí a la primera para empezar mi escalada a velocidad vertiginosa; sabía que ningún humano sería capaz de advertir mi presencia. Llegué a la que le correspondía y abrí lentamente la ventana, sin forzarla demasiado.

La ventana daba al salón, y rechiné los dientes impacientemente al ver que aún no había llegado. A los pocos segundos escuché una llave taladrando el conducto de la cerradura y me preparé: cerré con suavidad la ventana y me pegué a la pared de ladrillo esperando el momento perfecto de entrar en escena. Estirando con cuidado el cuello vi, a través de los ennegrecidos cristales, como entraba en la estancia y cerraba la puerta. Justo cuando iba a quitarse la mochila distraídamente, abrí de un golpe la ventana, de la cual volaron cientos de diminutos pequeños cristales. Salté ágilmente al interior con el viento arremolinándose a mi espalda, alegre de que no hubiera obstáculo alguno como anteriormente, cuando el cristal se interponía.

—Hola Edward, veo que me recuerdas —susurré, consciente de que me había escuchado.

Su cara palideció y una mueca horrorizada le surcó el rostro. Se agarró con fuerza el corazón con la mano izquierda y anduvo hacia atrás, sin apartar la vista de mí. Sabía que ofrecía una imagen terriblemente poderosa, que los ojos posiblemente se me hubieran vuelto negros como el carbón y que sonreía de forma malvada. También ayudaba que el pelo me volara alrededor, como si lo hubiera encantado.

Fui lentamente hasta donde se encontraba, quitando las cosas que se interponían entre nosotros con simples manotazos, aunque fueran pesados sofás, mesas y sillas. Podía escuchar los latidos frenéticos de su corazón, jamás había intuido tanto miedo en alguien. Seguía mirándome con temor, su respiración había aumentado exponencialmente; parecía al borde de un ataque. Si no fuera tan joven y sano, quizá me hubiera contenido.

—¿Q-qué eres? —musitó al ver que un débil rayo de sol había iluminado la estancia, impactando contra mi cuello desnudo y enviando destellos de diamantes a todas partes.

Le puse un dedo en el pecho y lo obligué a retroceder hasta la pared más cercana. Sin apenas esfuerzo lo agarré de los hombros y lo alcé unos centímetros por encima del suelo.

Algo con lo que nunca deberías haber jugado —canturreé, feliz de la situación.

Sabía que si los Vulturis se enteraban, me desmembrarían sin pensarlo dos veces y que Carlisle se sentiría decepcionado por mi comportamiento infantil, pero estaba segura que después de unos minutos con Edward y unas cuantas amenazas bien formuladas, jamás se atrevería siquiera a volver a pensar en mi.

Sin embargo, todo se torció y nada salió como yo quería, como de costumbre. Justo cuando iba a soltarlo y a destruir un par de cosas para impresionarlo mientras le gritaba lo que le iba a hacer, a Edward se le fueron hacia atrás las pupilas y su cuerpo se aflojó mientras respiraba como si le faltase el aire. Me preocupé, no tenía intención de matarlo y quizá estaba apretando demasiado. Sin embargo cuando aflojé el agarre, cayó al suelo con parsimonia, de una forma que en otras circunstancias me habría parecido cómica.

—¿E-edward? —pregunté, dejando atrás mi faceta de bruja de cuento malvada y volviendo a ser la demasiado compasiva Bella.

Lo zarandeé pero no pasó nada, siguió en su desmayo. Corrí hacia la cocina y llené un vaso de agua del grifo para correr de nuevo hacia él y echárselo por encima. Nada. Estaba empezando a desesperarme, me sentía demasiado insegura como para ponerle una mano en el pecho y saber si su corazón seguía latiendo. ¿Y si lo mataba? No podía arriesgarme, aunque su vida parecía pender de un hilo al notar que apenas respiraba. Armándome de valor puse una mano temblorosa donde debería estar su corazón y casi grito al no notar el constante martilleo que debería haber sino uno muy débil, apagado.

Con sumo cuidado masajeé la zona con una mano mientras que con la otra sacaba el móvil del bolsillo de mi pantalón y lo encendía. Multitud de mensajes de llamadas perdidas colapsaron mi bandeja de entrada, pero los ignoré. Marqué el número de Carlisle y esperé, nerviosa, a que descolgara.

¡Bella! —exclamó al segundo tono—. ¿Qué pasa? ¿Por qué te has ido? La avioneta ya ha…

—Carlisle, no tengo tiempo —le corté con voz dura—. ¿Puedes venir a Port Angeles?

He tenido que venir al hospital, Bella. Tengo que supervisar un quirófano dentro de media hora… ¿Qué ha pasado?

—Yo… Ay, Carlisle, he cometido una estupidez —lloriqueé por el auricular—. Después te lo cuento. La cuestión es que tengo a un humano medio muerto entre mis brazos y no sé qué le pasa. Ahora pienso que tenías razón con lo de que debería haberme apuntado a Medicina.

¿Qué síntomas tiene?

—Le cuesta trabajo respirar, está inconsciente y apenas le late el corazón.

Bella, no quiero saber cómo te has metido en ese lío… Mira a ver si tiene algún tipo de medicamentos encima.

Histérica como estaba recorrí la casa a más velocidad de la que jamás hubiera soñado. Rebusqué en cajones, en los pequeños armarios del cuarto de baño, en el ropero, en las bolsas de la compra. Fue inútil.

—Carlisle, no hay nada.

No es normal que no tome nada y que le dé un ataque así, de pronto. Quizá no se ha molestado en ir al médico… ¿Cuántos años tiene?

—Unos… veintitrés —contesté mientras rebuscaba en sus bolsillos.

Es demasiado joven…

Mientras escuchaba las cavilaciones de Carlisle le quité la maleta a Edward de los hombros y la abrí. Gemí, consiguiendo que al otro lado de la línea se hiciera el silencio.

—Carlisle... Metoprolol, tiene Metoprolol, ¿qué es eso?

Un beta bloqueador.

—¡No he estudiado Medicina! —chillé.

Está teniendo un infarto de miocardio, Bella. ¿Puedes traerlo al hospital? Es vital, una ambulancia tardaría cincuenta veces más que tú.

—N-no creo que sea conveniente.

¡Se va a morir, Isabella! ¿Por qué demonios no iba a ser conveniente?

—Porque sabe lo que somos… O al menos, es consciente de que no soy normal.

Carlisle suspiró con fuerza para después añadir:

Llévalo a casa, rápido. Le diré a un colega que supervise la operación de hoy por mí.

—Carlisle, ¿cómo voy a ir por Port Angeles con un hombre medio muerto en brazos? ¿No crees que será sospechoso?

Nos mudaremos después. Venga, vete ya. Y métele en la boca un Metoprolol.

Con una angustia infinita, agarré con fuerza a Edward después darle una pastilla, estrechándolo contra mi pecho y salí con sigilo del apartamento. Aquello iba a ser mucho más difícil de lo que había previsto, sobre todo por el sentimiento de culpabilidad que me carcomía.

2 comentarios:

diana dijo...

huy huy huy nooooooooo esto se esta poniendo buienooooo

Anónimo dijo...

oJALÁ Y LO CONVIERTA EN UN VAMPIRITO ASÍ COMO A ELLA. BUENO ESTA HISTORIA SE ESTÁ PONIENDO... NO PUEDO ENCONTRAR PALABRAS.